Me encontraba en la entrada de la prisión con un pequeño bulto de ropa en mis manos. No podía creer que, después de tres meses, volvía a ver la luz del sol.
Di unos pasos fuera y, a lo lejos, vi decenas de autos estacionados a un lado de la carretera. Supe de inmediato de quién se trataba. Apreté los puños mientras sentía cómo mis dientes rechinaban de ira.
El mayordomo salió de uno de los autos y se acercó a mí.
—Señora, es un placer volver a verla. El señor Líbano la espera en el auto. Permítame ayudarla con su equipaje —dijo amablemente.
Asentí en silencio y caminé hasta el vehículo. Abrí la puerta del copiloto y subí, dejando claro que no tenía intención de sentarme junto a ese hombre cruel.
Por el espejo retrovisor, vi cómo me dedicaba una mirada de muerte. Su respiración se agitó poco a poco al notar mi decisión, pero giré el rostro con indiferencia. Si creía que me importaba molestarlo, estaba muy equivocado. Esos días habían quedado atrás.
El mayordomo tomó el volante y