El sonido de una risa infantil cortó el aire tibio de la tarde como un soplo de vida.
Siete meses…
Ese fue el tiempo necesario para que el silencio sepulcral de la mansión Vellardi empezara a ceder espacio a algo que nadie se atrevía a nombrar. Felicidad, esperanza… o simplemente el eco de algo que existió en la casa antes de la tragedia. Aurora había vuelto a sonreír. E Isabella era el centro de ese nuevo universo.
La niñera, la joven de ojos azules y rasgos dulces, ahora caminaba por el jardín como si lo conociera desde siempre. La niña la seguía como una sombra luminosa, riendo, preguntando, confiando. Era un vínculo construido con delicadeza, día tras día, sin forzar, sin invadir. Y tal vez por eso… tan verdadero.
Esa tarde, el cielo estaba despejado, de un azul profundo, como una pintura recién terminada. El perfume de lavanda flotaba en el aire, mezclado con el leve zumbido de las abejas y el murmullo de las hojas movidas por la brisa. Aurora dibujaba sobre la mesa de hierro