La casa reposaba en el más absoluto silencio, envuelta por la penumbra acogedora de la madrugada. Las paredes antiguas, cargadas de historias y memorias, parecían respirar lentamente con el sueño de la noche. Afuera, el sonido distante de los grillos, el murmullo del viento entre los árboles y el croar acompasado de las ranas creaban una sinfonía serena que mecía toda la hacienda en un sopor tranquilo, como si el tiempo allí caminara más despacio.
Lorenzo subía los escalones de la escalera en silencio, con Aurora dormida en los brazos, su pequeño rostro apoyado en su hombro ancho. Los rizos dorados de la niña estaban húmedos de sudor, pegándose a su piel, y su respiración era calma, ritmada, como la de quien sueña con tardes infinitas de juegos bajo el sol, rodeada de mariposas y muñecas.
El cuerpo de él, cálido y fuerte, envolvía a la hija con naturalidad y cuidado. Llevaba apenas un pantalón de buzo gris, los pies descalzos y una camiseta blanca de algodón; su cabello rubio aún húme