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Capítulo 5: La casa del hielo y el sol

El amanecer apenas despuntaba sobre los tejados cuando Denisse abrió los ojos. No había dormido mucho, pero la decisión ya estaba tomada: aceptaría el empleo. No por Noah Winchester ni por su imponente mansión, sino por Fred. El recuerdo de sus ojos claros, llenos de gratitud y ternura, fue suficiente para vencer cualquier duda.

—Lo hago por él —susurró frente al espejo, mientras recogía su cabello en una trenza.

Su reflejo le devolvía una imagen más fuerte de la que se sentía. Una parte de ella aún ardía por el orgullo herido, otra se aferraba al sentido de responsabilidad que siempre la había caracterizado.

Empacó pocas cosas: algo de ropa, su libreta de apuntes, un par de libros infantiles y un cuaderno en el que anotaba sus ideas para enseñar. Cuando cerró la puerta de su pequeño apartamento, no miró atrás. Había aprendido que mirar atrás solo servía para dolerse más.

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La mansión Winchester se alzaba majestuosa sobre una colina, rodeada de árboles altos y un camino empedrado que parecía sacado de un cuadro.

El auto de la empresa se detuvo frente al portón principal, y Denisse observó las ventanas altas, los balcones elegantes y la entrada custodiada por estatuas de piedra.

A pesar del lujo, el lugar emanaba un aire frío, como si todo allí respirara bajo un mismo ritmo contenido y calculado.

La puerta se abrió antes de que ella tocara el timbre. Una mujer de mediana edad, impecablemente vestida, la saludó con cortesía.

—Bienvenida, señorita White. Soy la señora Collins, la encargada de la casa. El señor Winchester la espera en la sala principal.

Denisse asintió, intentando disimular la incomodidad que le producía cada palabra pronunciada con ese tono impecable. La siguió por los pasillos amplios, donde cada paso resonaba sobre el mármol. Las paredes estaban decoradas con fotografías en blanco y negro de paisajes urbanos y retratos familiares que, curiosamente, no mostraban sonrisas.

El corazón le dio un vuelco cuando, desde el fondo de la estancia, escuchó una voz infantil.

—¡Denisse!

Fred corría hacia ella con los brazos extendidos, desbordante de alegría. Denisse se agachó y lo abrazó con fuerza, riendo suavemente.

—Hola, pequeño héroe. ¿Cómo te sientes?

—Bien. Mi tío dice que ya puedo jugar otra vez —respondió el niño, orgulloso.

—Eso suena genial.

El niño se separó un poco y la miró con emoción.

—¿Vas a quedarte con nosotros, verdad?

Denisse tragó saliva, mirando por encima del hombro hacia el fondo del salón. Noah estaba allí, observándolos con las manos en los bolsillos del pantalón y una expresión contenida. El contraste era tan fuerte que la temperatura del ambiente pareció bajar de golpe.

—Sí, Fred. Me quedaré —respondió ella, sonriendo al niño antes de incorporarse.

—Veo que tomaste una decisión —dijo Noah, acercándose con paso lento.

—Lo hice —contestó ella con serenidad—. Acepté el trabajo

—Bien. —Asintió apenas—. La señora Collins te mostrará tu habitación y las normas de la casa.

Denisse levantó una ceja.

—¿Normas?

—Supongo que entiendes que trabajas en un lugar donde la discreción es importante —respondió él con esa calma glacial que parecía su marca personal—. Hay ciertas áreas privadas a las que no tienes por qué acceder.

—Tranquilo, señor Winchester —replicó con un toque de ironía—. No tengo intención de irrumpir en su santuario.

Fred los miraba de uno y otro, sin entender la tensión invisible que llenaba el aire.

—¿Vamos a jugar? —interrumpió con inocencia.

Denisse le revolvió el cabello.

—Claro que sí. Déjame instalarme y luego iremos al jardín.

El niño asintió feliz y salió corriendo. Noah lo siguió con la mirada antes de volver a posar sus ojos en ella.

—Confío en que sabrás comportarte con profesionalismo.

—Por supuesto —respondió, alzando el mentón—. No todos necesitamos aparentar frialdad para hacerlo.

Noah apretó los labios, pero no respondió. La señora Collins carraspeó con discreción, rompiendo la tensión.

—Por aquí, señorita White.

Denisse la siguió sin mirar atrás. Sabía que, si lo hacía, vería esa expresión impenetrable que tanto la irritaba.

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Su habitación estaba en el ala este, con vista al jardín trasero. Era amplia, luminosa, con muebles en tonos crema y una cama enorme que parecía sacada de un hotel de lujo. Sobre la mesa había un pequeño ramo de flores y una nota escrita a mano:

"Bienvenida. Espero que tu estancia sea agradable.

—Fred."

El detalle le arrancó una sonrisa sincera. Fred tenía esa extraña habilidad para devolverle un poco de fe en la humanidad. Abrió las cortinas y dejó que la luz del sol llenara el espacio.

El jardín era un espectáculo de color: flores en tonos otoñales, arbustos perfectamente podados y una fuente central que emitía un murmullo relajante. Por primera vez en días, sintió un poco de paz.

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Por la tarde, cuando salió al jardín con Fred, la mansión ya había recuperado su calma natural. El niño reía mientras corría tras un balón pequeño, y Denisse lo seguía, cuidando que no se lastimara. A lo lejos, Noah observaba desde la terraza, con una taza de café en la mano.

La imagen era extraña para él. No recordaba haber visto a su sobrino reír de esa manera desde hacía mucho tiempo. Fred solía ser un niño reservado, silencioso, pero con Denisse parecía transformarse.

Collins se acercó a él discretamente.

—El niño la adora —comentó.

—Lo noté —respondió Noah, sin apartar la vista.

—Y ella… parece tener buen corazón.

Noah asintió, pero no dijo nada.

Su mente era un campo de batalla: una parte de él reconocía la nobleza en Denisse, la otra seguía recordando los rumores, los prejuicios, la desconfianza que durante años había usado como escudo.

Cuando Denisse levantó la mirada, lo sorprendió observándola. Sus ojos se cruzaron un instante. Ella sostuvo la mirada, desafiante, antes de apartarla y volver a concentrarse en el niño.

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Esa noche, la cena fue un campo minado de silencios. Fred hablaba sin parar, contando historias inventadas sobre dragones, castillos y niñeras valientes. Denisse lo escuchaba con paciencia, sonriendo de vez en cuando.

Noah, en cambio, parecía más concentrado en su plato que en la conversación.

—Tío Noah, ¿puede Denisse leerme un cuento antes de dormir? —preguntó Fred con una sonrisa radiante.

—Claro, si ella quiere —respondió Noah, sin levantar la vista.

—Por supuesto que sí —dijo Denisse enseguida, dirigiendo una mirada fugaz a su jefe.

El niño se levantó y corrió escaleras arriba. El sonido de sus pasos se perdió en el eco del pasillo.

Denisse aprovechó el silencio para hablar.

—Si quiere que esto funcione, necesito saber sus reglas.

Noah la miró finalmente.

—Reglas muy simples: horarios establecidos, comunicación constante y, sobre todo, nada de involucrarse más allá de lo necesario.

Denisse entrecerró los ojos.

—¿Eso significa que debo tratar al niño como si fuera un proyecto?

—Significa que mantengas la distancia profesional —corrigió él.

—Curioso —respondió ella con un deje de ironía—. Porque parece que la única persona que no sabe conectar con Fred es usted.

Noah la miró con frialdad, pero esta vez no respondió con sarcasmo.

Su voz fue más baja, más controlada.

—No sabes nada de mi relación con él.

—Sé lo que veo —replicó ella—. Un niño que sonríe cuando estoy cerca y se apaga cuando tú entras en la habitación.

El silencio se volvió incómodo. Ambos sabían que había verdad en sus palabras. Noah dejó el tenedor sobre la mesa, respirando con calma.

—No estoy acostumbrado a que me hablen así.

—Yo tampoco estoy acostumbrada a que me juzguen sin motivo —respondió ella con firmeza.

Durante unos segundos, el aire entre ellos fue tan tenso que parecía que el cristal de la lámpara podría quebrarse. Entonces Noah se puso de pie.

—Mañana a las siete, Fred tiene su primera sesión con el tutor. No llegues tarde.

Denisse lo observó alejarse. No supo si sentir alivio o rabia. Solo sabía que cada vez que él estaba cerca, su corazón se desordenaba de una forma que la irritaba profundamente.

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Esa noche, mientras le leía un cuento a Fred, el niño la observaba con atención.

—Denisse —dijo de pronto—, ¿mi tío te cae bien?

La pregunta la tomó desprevenida.

—Tu tío… es un hombre muy ocupado.

—Eso no responde a mi pregunta.

Ella sonrió, cerrando el libro.

—Digamos que no siempre estamos de acuerdo.

Fred suspiró.

—Él no es malo, solo está triste.

Denisse lo miró con ternura.

—¿Triste?

El niño asintió con la sabiduría silenciosa que a veces solo los pequeños tienen.

—Desde que mi papá se fue, no volvió a reír. A veces lo escucho hablar solo en su oficina.

El corazón de Denisse se apretó. Acarició su cabello con suavidad.

—Entonces tendremos que hacer algo para que vuelva a reír, ¿no crees?

Fred sonrió con los ojos brillantes.

—Sí. Pero no le digas que te dije eso.

—Será nuestro secreto.

Cuando el niño cerró los ojos, Denisse permaneció un momento a su lado, escuchando su respiración tranquila.

Luego apagó la lámpara y salió del cuarto en silencio.

Desde el pasillo, alcanzó a ver una sombra en el extremo: Noah, apoyado contra la pared, observando.  Por un momento, ninguno habló. Solo el sonido lejano de la lluvia llenaba el silencio.

—Buenas noches, señor Winchester —dijo ella finalmente, con voz baja pero firme.

—Buenas noches —respondió él, sin moverse.

Cuando Denisse bajó las escaleras, Noah miró hacia la puerta del cuarto de Fred. Por primera vez en mucho tiempo, el niño dormía con una sonrisa.

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Esa noche, Noah permaneció en su estudio, con una copa de whisky sin tocar sobre el escritorio. La imagen de Denisse, inclinada sobre la cama de su sobrino, seguía rondándole la mente. No entendía por qué una mujer que no le debía nada había decidido volver. No entendía por qué su presencia lo perturbaba tanto.

Cerró los ojos y se recostó en el sillón. No lo admitiría jamás, pero había algo en ella que lo desarmaba: la forma en que lo enfrentaba sin miedo, la dulzura con la que hablaba al niño, y esa mirada que, aunque él quisiera ignorarla, parecía verlo más allá de todas sus máscaras.

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Al otro lado de la casa, Denisse miraba por la ventana de su habitación. La lluvia golpeaba los cristales con un ritmo constante. Se preguntó si había hecho bien al aceptar ese empleo. Sabía que estar bajo el mismo techo que Noah sería una prueba constante de paciencia, pero también sabía que no podía abandonar a Fred.

“Por él”, se repitió.

Y con esa promesa, apagó la luz.

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