El día amaneció distinto.
Marcus lo sintió desde que abrió los ojos y vio a Laila dormir sobre su brazo, la respiración leve, las pestañas húmedas todavía por las náuseas de la madrugada. Había algo sagrado en esa calma: el silencio antes de una noticia que podía cambiarlo todo.
Melissa ya estaba despierta cuando salieron del cuarto. Estaba en la sala, peinando a su muñeca con una concentración casi maternal.
—¿Hoy vemos al bebé? —preguntó, con ese brillo de emoción que solo los niños conservan intacto.
—Hoy escuchamos su corazón —respondió Laila, agachándose para abrocharle los zapatos—. Si se porta bien, el doctor te dejará ver la pantalla.
Melissa abrió los ojos como si le hubieran ofrecido un milagro.
—¿Y si el bebé me escucha a mí?
Marcus le revolvió el cabello con ternura.
—Seguro te escucha, ratoncita. Tal vez hasta te reconozca la voz.
El camino a la clínica fue silencioso, pero no incómodo.
Laila llevaba las manos sobre el vientre con un gesto que Marcus ya había empe