El sol iluminaba las calles de La Habana con la calidez vibrante del Caribe. Era su tercer y último día en aquella ciudad que la había hechizado con sus colores, su música y su historia. En las jornadas anteriores, Ana María había recorrido los rincones más emblemáticos de la capital cubana, dejándose sorprender por la riqueza de su arquitectura colonial. Cada edificio parecía contar una historia distinta, y a menudo se detenía unos minutos para tomar fotografías o esbozar dibujos que pensaba mostrarle a su madre al regresar.
Los “almendrones”, aquellos automóviles clásicos de los años cuarenta y cincuenta, desfilaban por las calles como si el tiempo se hubiera detenido. A veces, sentía que caminaba por un escenario cinematográfico, atrapada en una película antigua, solo le faltaba un eterno enamorado dispuesto a luchar por ella y prometerle que serían felices para siempre.
—Como si eso existiera —pensó, con una sonrisa amarga.
Al llegar al Parque de los Enamorados, una lágrima silenci