La Habana era un torrente indomable de vida.
Hugo caminaba sin rumbo, dejando que las calles lo arrastraran como una corriente cálida.
El sol caía a plomo sobre los tejados desvencijados, el aire olía a salitre, a frutas maduras, a promesas no cumplidas. Se aflojó el cuello de la camisa de lino y siguió andando, esquivando puestos de artesanía, niños corriendo descalzos, ancianas que vendían flores desde canastas gastadas. Había algo en aquella ciudad que le removía algo antiguo en el pecho, como si las paredes desconchadas le hablaran en un idioma que había olvidado. Pasó junto a una plaza abarrotada. Un hombre tocaba un viejo tres cubano bajo un toldo deshilachado. La melodía, melancólica y viva, se enredó en la brisa y se coló en sus oídos sin permiso. Por un momento, Hugo cerró los ojos. Y por primera vez en mucho tiempo, no sintió el peso de Chicago sobre sus hombros. En algún punto no muy lejano, entre el mismo bullicio y bajo el mismo sol, Ana avanzaba entre el bullicio, flanque