El cielo se desdibujaba en una paleta de malvas y naranjas suaves, como si el sol, complaciente, demorara su adiós para seguir disfrutando de las risas que brotaban a su alrededor. Hugo caminaba de la mano de Chiara y Bernardo por el sendero iluminado con farolitos cálidos, un camino de luces tenues que los guiaba hacia la bulliciosa feria del resort. El aire vibraba con la alegría contagiosa de otras familias, la cadencia rítmica de la música caribeña y el aroma embriagador y dulce del algodón de azúcar, envolviéndolo en una atmósfera onírica, un sueño al que había renunciado hacía tanto tiempo que casi lo había olvidado.—¡Papá, corre! —chilló Chiara, su manita tirando de la suya con una energía desbordante, sus ojos brillantes como pequeñas estrellas.Bernardo, con una seriedad infantil que contrastaba con la excitación del ambiente, observaba cada juego con una concentración intensa, como si estuviera descifrando un código secreto para conquistar cada atracción. —Quiero subirme a
La luz, con la timidez de un recién llegado, se colaba entre las cortinas del bungalow, pintando líneas doradas sobre las sábanas revueltas, testigos silenciosos de una noche compartida. Hugo abrió los ojos con una lentitud dulce, el cerebro aún envuelto en la bruma del sueño, hasta que sintió un peso cálido y familiar sobre su brazo. Chiara dormía profundamente, su pequeño cuerpo pegado a su pecho, su respiración apenas un susurro contra su piel. A sus pies, Bernardo yacía atravesado, una pierna colgando despreocupadamente del colchón, su pequeño puño aferrado al peluche de dinosaurio, su guardián de felpa.Era temprano, el silencio solo interrumpido por el lejano murmullo del mar, pero para Hugo, ese instante poseía una perfección frágil, una promesa silenciosa que temía romper con el más mínimo movimiento.Observó a sus hijos —sus hijos, la posesión grabándosele por primera vez en el alma— dormir con esa paz profunda e inconsciente que solo conocen los niños cuando se sienten amado
Ana salió del restaurante con el corazón latiendo a un ritmo pausado, como un tambor cansado, pero con una oleada de emociones encontradas que la agitaban por dentro. La conversación con Don Humberto había removido capas de su alma que creía dormidas, dejando al descubierto fibras sensibles y recuerdos latentes. El cielo era ahora de un azul nítido, casi hiriente, y el sol se filtraba entre el encaje de las hojas de palma como si quisiera iluminar con crueldad cada rincón oscuro de su incertidumbre. Caminó por el sendero principal, sus pasos lentos y vacilantes, dejándose llevar por la inercia, buscando un equilibrio precario entre la esperanza que Don Humberto había sembrado y la cautela arraigada en su experiencia. Entonces, una punzada en el pecho la detuvo en seco. Los vio.Chiara, su niña de risa fácil, perseguía a Bernardo entre las hamacas del área familiar del resort, sus voces agudas y alegres resonando en el aire cálido y perfumado con el dulce aroma de las flores tropicales
El cielo se encendía en pinceladas coralinas justo cuando Ana abrió la puerta de su habitación, un remanso de calma que contrastaba con la energía desbordante que pronto la invadiría. En efecto, Chiara irrumpió como un torbellino alegre, su sonrisa un faro brillante salpicado de residuos azucarados que se adherían a la tela de su vestido como diminutos cristales blancos. Detrás de ella, Bernardo flotaba con una placidez infantil, sus piececitos impulsándolo directamente a los brazos de su madre, la reciente euforia del parque de diversiones aún vibrando en sus pequeñas manos.—¡Mamá! ¡Fuimos a todos los juegos! —exclamó Chiara, sus giros dibujando círculos invisibles en el aire—. Y papá… ¡papá nos compró un globo que tiene luces adentro! ¡Mira, mira!—Y yo… —la voz de Bernardo era un susurro cargado de orgullo— tiré aros y le gané al señor un peluche gigante. —Sus ojos se abrieron aún más al recordar la hazaña—. Papá me ayudó a apuntar.Ana los estrechó contra su cuerpo, un abrazo dob
La luz tenue de la terraza apenas dibujaba las formas en la habitación. Afuera, el mar respiraba lento, un murmullo constante que sonaba como el eco de un reloj antiguo, llenando el silencio con una presencia casi palpable. Ana se movía inquieta bajo las sábanas. El calor se sentía como una capa pegajosa, y la humedad en el aire no era del clima, sino de esa tensión que la oprimía, de la extraña sensación de vacío. Él estaba ahí, a unos metros. No era dolor exactamente lo que sentía... era una quemazón sorda.Desde su lado, alcanzaba a ver los bultitos de Chiara y Bernardo, enredados en las mantas como cachorritos dormidos. Las sábanas apenas los cubrían, dejando ver sus bracitos extendidos, el pelo revuelto y esa paz dulce que solo los niños tienen. Con una lentitud casi reverente, Ana estiró la mano y rozó el pelo suave de Chiara. Era una caricia cargada de una ternura que sabía más a recuerdo que a sueño. La niña gorjeó algo ininteligible, acurrucándose más a su hermano, como si in
El sol aún no había desperezado la totalidad del resort. Las sombras largas y caprichosas de las palmeras se deslizaban sobre los senderos de piedra, danzando al ritmo de la brisa leve que venía del mar. Hugo atravesaba aquel cuadro matutino, pero era ajeno a su quieta belleza. El celular pegado a su oreja parecía fusionarse con su mano temblorosa, mientras cada paso apurado resonaba como un tamborileo inquieto sobre las piedras, cálidas tras el descanso nocturno.El aroma a sal y humedad, mezclado con rastros de protector solar aún presentes en el aire, era absorbido sin atención por su mente absorta. Solo registraba la urgencia que le martilleaba el pecho, como si su corazón estuviera tratando de escapar. El sudor comenzaba a acumularse en su nuca, no por el calor, sino por una ansiedad que lo acompañaba como una sombra persistente. Hugo necesitaba escuchar esas voces. Las voces de Javier y Luciana, testigos involuntarios de un pasado que se antojaba borroso y cruel, pero que ahora
La humedad del final de la tarde se pegaba a la piel como una caricia incómoda, una presencia que no pedía permiso para quedarse. Era el tipo de incomodidad que le recordaba las palabras dichas demasiado cerca del oído, esas que nunca quisiste escuchar. Como la promesa vacía de un futuro juntos, susurrada en la penumbra.Ana salió del lobby con una carpeta doblada bajo el brazo. Su paso era lento, los hombros cargados de un cansancio que no era solo físico, sino también emocional. En cada respiración sentía el peso de las horas y de los silencios acumulados a lo largo de los años. Años en los que había callado por una paz ilusoria, por no agitar las aguas de una calma superficial. La carpeta en su mano parecía pesar más de lo que debería. Como si contuviera todos los "sí" que nunca debió pronunciar.Y entonces lo vio.Alexandre estaba allí, esperando, como quien sabe que no puede ser ignorado. Su postura parecía meticulosamente calculada: el perfil iluminado apenas por el último deste
La tarde caía con una calma dorada. El cielo se pintaba de coral y mandarina, reflejando un resplandor cálido sobre las sombrillas que se mecían con la brisa salada. La playa estaba viva pero serena, con murmullos de conversación mezclados con el lejano murmullo de las olas.Ana caminó descalza por la arena fina, sintiendo su calidez bajo los pies, mientras el aire impregnado de sal y coco le acariciaba el rostro. A pocos pasos, sus amigas la esperaban junto a una mesa improvisada bajo una sombrilla gastada por el sol.Laura levantó su copa en cuanto la vio, con una sonrisa que mezclaba complicidad y un brillo especial en los ojos, como si guardara un secreto que aún no estaba lista para compartir. —Ah, ahí viene la mujer más valiente del resort.Lourdes, sin levantar la vista de su mojito, empujó una silla con el pie. —O la más temeraria. Todavía no lo decidimos.Ana soltó una risa ligera mientras se dejaba caer en la silla. Sus hombros bajaron un poco más de lo normal, y exhaló un s