El cielo se desdibujaba en una paleta de malvas y naranjas suaves, como si el sol, complaciente, demorara su adiós para seguir disfrutando de las risas que brotaban a su alrededor. Hugo caminaba de la mano de Chiara y Bernardo por el sendero iluminado con farolitos cálidos, un camino de luces tenues que los guiaba hacia la bulliciosa feria del resort. El aire vibraba con la alegría contagiosa de otras familias, la cadencia rítmica de la música caribeña y el aroma embriagador y dulce del algodón de azúcar, envolviéndolo en una atmósfera onírica, un sueño al que había renunciado hacía tanto tiempo que casi lo había olvidado.
—¡Papá, corre! —chilló Chiara, su manita tirando de la suya con una energía desbordante, sus ojos brillantes como pequeñas estrellas.
Bernardo, con una seriedad infantil que contrastaba con la excitación del ambiente, observaba cada juego con una concentración intensa, como si estuviera descifrando un código secreto para conquistar cada atracción. —Quiero subirme a