El sol dominicano, travieso y brillante, se colaba entre el calado verde esmeralda de las hojas de las palmeras, salpicando el techo multicolor del Kids Club con monedas de luz dorada. Al cruzar el umbral, una bocanada de aire cálido y dulzón envolvía a los visitantes: la cera tibia de los crayones derretidos se mezclaba con la untuosidad del protector solar y el aroma tentador de las galletas de mantequilla recién horneadas. Un ventilador en el techo, con un suspiro perezoso, agitaba las cintas de colores que colgaban como alegres medusas suspendidas en un mar imaginario.
De repente, la voz decidida de Chiara, con sus manitas aferradas a la cintura, cortó el murmullo. —¡Ese es mi castillo! —proclamó frente a la improvisada fortaleza de cojines y flotadores.
André, con su marcado acento portugués, respondió con una sonrisa que dejaba ver la divertida irregularidad de sus dientes. —¡Qué va! Ahora es nuestra base secreta submarina. ¡Silencio!
Un torpe aleteo y un grito entusiasta resona