Cinco años. Cinco estaciones que habían pasado como páginas de un libro que no terminaba de cerrarse.Ana caminó sobre el mármol pulido del resort en República Dominicana —el sol filtrándose entre las palmeras, el aire cálido pegándose a su piel como un recuerdo persistente— mientras los gemelos correteaban a su lado, absortos en la euforia de lo desconocido.—¡Mamá, mira! —Chiara lanzó la exclamación al aire como si esperara que el viento la llevara aún más lejos.Bernardo, más pausado, se detuvo a contemplar la piscina —sus ojos reflejando el azul con una reverencia inconsciente— y pronunció, con la certeza de quien ha tomado una gran decisión:—Voy a nadar todo el día.Ana les sonrió, sintiendo el peso de su propia emoción atrapar el aliento en su pecho. Respira, se recordó.—Primero vamos a registrarnos —dijo en tono sereno, aunque por dentro su corazón mantenía otro ritmo, uno más acelerado.Un poco detrás, Valente y Lourdes caminaban juntos —las risas de siempre tejidas entre el
El sol dominicano, travieso y brillante, se colaba entre el calado verde esmeralda de las hojas de las palmeras, salpicando el techo multicolor del Kids Club con monedas de luz dorada. Al cruzar el umbral, una bocanada de aire cálido y dulzón envolvía a los visitantes: la cera tibia de los crayones derretidos se mezclaba con la untuosidad del protector solar y el aroma tentador de las galletas de mantequilla recién horneadas. Un ventilador en el techo, con un suspiro perezoso, agitaba las cintas de colores que colgaban como alegres medusas suspendidas en un mar imaginario.De repente, la voz decidida de Chiara, con sus manitas aferradas a la cintura, cortó el murmullo. —¡Ese es mi castillo! —proclamó frente a la improvisada fortaleza de cojines y flotadores.André, con su marcado acento portugués, respondió con una sonrisa que dejaba ver la divertida irregularidad de sus dientes. —¡Qué va! Ahora es nuestra base secreta submarina. ¡Silencio!Un torpe aleteo y un grito entusiasta resona
La sala del Kids Club parecía un pequeño campo de batalla. Cojines desperdigados, tubos inflables apilados en construcciones absurdas y una lluvia de brillantina cubriendo el suelo como si hubiera explotado una piñata cósmica. El ventilador giraba lento, como resignado ante la algarabía infantil.—¡Ese es mi castillo! —gritó Chiara, con las manos en la cintura y el ceño fruncido como una reina destronada.—¡Ya no! ¡Ahora es nuestra base secreta submarina! —corrigió André, coronado con conchas y valentía.—¡Yo soy el tiburón guardián! —añadió Bernardo, deslizándose por el suelo con una aleta de cartón.—Y yo una sirena ninja —dijo Lara, empapada en pintura, su tiara torcida pero su entusiasmo intacto.Las risas rebotaban por las paredes, se mezclaban con gritos de guerra improvisados y la melodía lejana del espectáculo de flamencos en la alberca. En una esquina, Victoria rodaba los ojos, disimulando el fastidio entre notificaciones de Instagram.—No puedo creer que este sea mi spring b
Hugo no podía dejar de mirar. La pequeña seguía allí, sentada en la arena, con los rizos alborotados por la brisa y las mejillas salpicadas de sol. Tenía los mismos ojos grandes que lo habían perseguido en sueños durante años, y la misma manera de fruncir el ceño cuando pensaba con seriedad. A su lado, el niño dibujaba figuras en la arena con una rama. Sus movimientos le resultaban extrañamente familiares: la forma en que torcía la boca, cómo fruncía los dedos del pie mientras pensaba. Hugo sintió que el corazón le retumbaba como un tambor desbocado.No, no podía ser.Y sin embargo… lo era.Bernardo alzó la vista y lo miró. Durante un instante eterno, ninguno de los dos se movió. Luego, el niño se levantó con lentitud, como si su cuerpecito supiera que estaba a punto de cruzar un umbral invisible. Caminó hacia él sin hablar, con pasos firmes pero cautelosos.—¿Tú eres Hugo? —preguntó, al llegar frente a él.Hugo tragó saliva. No podía responder. Las palabras se le habían atorado en la
El sol comenzaba su lento descenso, pincelando el cielo con pinceladas suaves de naranja cálido y coral delicado. El mar, antes inquieto, parecía exhalar un suspiro de calma, sus olas lamiendo la orilla con una suavidad casi reverente, despidiéndose también del día. Hugo caminaba descalzo junto a Chiara y Bernardo por la arena húmeda y fresca, dejando tras de sí un rastro de huellas desiguales, pequeñas y grandes danzando juntas. La brisa marina les acariciaba el rostro, cargada con el aroma salino y la promesa de la noche.Los niños, con la energía inagotable del atardecer, parloteaban sin cesar. —¡Mira, papá! ¡Un cangrejito! —exclamó Chiara, su voz aguda llena de asombro mientras se agachaba con una emoción palpable.Bernardo, con los ojos entrecerrados como un pequeño explorador, comentó con curiosidad—: Ese parece que camina de lado. ¿Tú sabes caminar así?Una sonrisa iluminó el rostro de Hugo. Sin decir palabra, comenzó a imitar al cangrejo, moviéndose lateralmente con pasos exag
Ana estaba doblando cuidadosamente dos pequeñas camisetas con dibujos de tiburones cuando escuchó la puerta cerrarse con brusquedad. Ni siquiera tuvo que girarse para saber que Alexandre estaba de mal humor. Lo conocía demasiado bien.—Ya me enteré de todo —dijo él desde la entrada, sin rodeos—. ¿Así de fácil te los roban? ¿En qué estabas pensando?Ana suspiró, sin perder la calma.—No los robaron. Fue un error. Eugenia los confundió con sus otros nietos. Cuando se dio cuenta, ya estaban con Hugo. Fue una coincidencia.—¡Qué conveniente! —espetó Alexandre, avanzando hacia ella—. ¿Y tú qué hiciste? ¿Le sonreíste desde lejos mientras los abrazaba como si nada?—No voy a discutir esto contigo —dijo Ana, girándose con frialdad—. Los niños están bien. Y no quiero que los escuches hablar así de su padre. Ni tú, ni nadie.—¿Su padre? ¿Ese tipo que desapareció cinco años y ahora aparece como si nada?Ana lo miró, firme.—Sí. Su padre. El mismo al que yo no busqué porque respeté su decisión. P
El cielo se desdibujaba en una paleta de malvas y naranjas suaves, como si el sol, complaciente, demorara su adiós para seguir disfrutando de las risas que brotaban a su alrededor. Hugo caminaba de la mano de Chiara y Bernardo por el sendero iluminado con farolitos cálidos, un camino de luces tenues que los guiaba hacia la bulliciosa feria del resort. El aire vibraba con la alegría contagiosa de otras familias, la cadencia rítmica de la música caribeña y el aroma embriagador y dulce del algodón de azúcar, envolviéndolo en una atmósfera onírica, un sueño al que había renunciado hacía tanto tiempo que casi lo había olvidado.—¡Papá, corre! —chilló Chiara, su manita tirando de la suya con una energía desbordante, sus ojos brillantes como pequeñas estrellas.Bernardo, con una seriedad infantil que contrastaba con la excitación del ambiente, observaba cada juego con una concentración intensa, como si estuviera descifrando un código secreto para conquistar cada atracción. —Quiero subirme a
La luz, con la timidez de un recién llegado, se colaba entre las cortinas del bungalow, pintando líneas doradas sobre las sábanas revueltas, testigos silenciosos de una noche compartida. Hugo abrió los ojos con una lentitud dulce, el cerebro aún envuelto en la bruma del sueño, hasta que sintió un peso cálido y familiar sobre su brazo. Chiara dormía profundamente, su pequeño cuerpo pegado a su pecho, su respiración apenas un susurro contra su piel. A sus pies, Bernardo yacía atravesado, una pierna colgando despreocupadamente del colchón, su pequeño puño aferrado al peluche de dinosaurio, su guardián de felpa.Era temprano, el silencio solo interrumpido por el lejano murmullo del mar, pero para Hugo, ese instante poseía una perfección frágil, una promesa silenciosa que temía romper con el más mínimo movimiento.Observó a sus hijos —sus hijos, la posesión grabándosele por primera vez en el alma— dormir con esa paz profunda e inconsciente que solo conocen los niños cuando se sienten amado