El dos de enero amaneció con una calma engañosa. Afuera, Chicago parecía haberse tomado una pausa después del frenesí de la víspera de Año Nuevo: las calles estaban medio vacías, los cafés abrían más tarde, y el aire frío arrastraba restos de serpentinas y confeti, como si la ciudad aún intentara sacudirse la resaca.
Hugo se había despertado temprano. No por costumbre, ni por el trabajo que lo esperaba. Se levantó porque no había manera de seguir durmiendo con el corazón tan inquieto.
Se preparó con calma, cuidando detalles que nunca antes le habrían importado: eligió una camisa sin arrugas, perfumó apenas su cuello, se peinó con esmero. Tenía una cita. Con ella. Después de tanto tiempo.
“Una charla, nada más”, se repetía. Pero no era solo eso. Porque aunque había jurado blindarse, aunque había dormido poco y trabajado más para no pensar, el simple hecho de saber que la volvería a ver le sacudía el estómago como si tuviera veinte años.
Cassie lo encontró en la cocina, removiendo distr