Los días transcurrieron con una calma aparente en la abadía, pero en el interior de Eira, una tormenta crecía sin cesar. Las imágenes de Lirien siendo arrastrada por aquellos hombres no dejaban de perseguirla. La impotencia la consumía, y las noches eran largas, llenas de insomnio y preguntas sin respuesta.
Buscaba a Eleonora cada vez que podía, pero las monjas parecían más vigilantes que nunca. Había ojos en cada esquina, oídos atentos y labios sellados. El temor era palpable, y el silencio en los pasillos pesaba como una losa.
Entonces, un día, mientras paseaba por los jardines traseros buscando un lugar apartado para hablar con Eleonora, algo llamó su atención. A lo lejos, cubierto por maleza y enredaderas, se alzaba lo que parecía ser un pequeño castillo en ruinas.
Las paredes estaban cubiertas de musgo, y los árboles habían extendido sus raíces abrazando las piedras como si quisieran ocultarlo del mundo. Las ventanas estaban rotas, y las puertas desvencijadas pendían de sus bisag