Dos semanas después, un sábado por la tarde, me encuentro acostada en el sofá, sintiendo lástima por mí misma, cuando el timbre suena. Salgo de mi trance de autocompasión para abrir la puerta y mi hermana, Alana, me ve y arruga su rostro.
—Luces horrible —dice.
Hago una mueca, sé que lo estoy: cabello despeinado y un pijama que ha tenido mejores días.
—Gracias, hermanita —contesto con sarcasmo. —Es mi día de descanso, así que estaré en la cama todo el día.
Ella niega de inmediato, emocionada. —No, no, no, vas a ir a una fiesta de etiqueta conmigo y Fran. ¡Vamos a arreglarnos como en los viejos tiempos!
Me niego, ya que mi plan era un maratón de películas y pastel de chocolate. Pero cuando a Alana se le mete algo en la cabeza, nada la detiene.
—Ni tengo nada elegante que ponerme —le digo.
—Tengo un vestido exquisito que te quedará perfecto —responde, y me ordena que me duche mientras va a buscarlo.
Me ducho y me siento un poco más animada. Cuando salgo del baño, Alana ya está en mi hab