Aitana
La propuesta de Sebastián no era un acto de amor; era la estocada final en una partida de ajedrez maquiavélica. Casarnos. Un matrimonio de conveniencia para anular la esclavitud de un contrato. Era tan absurdo, tan cruel, que por un momento pensé que había perdido la razón.
Me acerqué al escritorio, sintiendo la rabia fría del engaño.
—Estás enfermo, Sebastián. Primero me obligas a firmar un contrato que me prohíbe amar, y ahora me ofreces la única salida: casarme contigo. ¿Crees que soy una marioneta?
—Soy práctico, Aitana —respondió, su voz firme pero sin la frialdad de la junta—. Y tú también lo eres. Piensa. Si nos casamos, legalmente eres mi esposa. La cláusula de "tercero" que prohíbe el matrimonio es nula. Recuperas tu libertad financiera, el control de tus acciones en Belmonte y Ferrer, y yo cumplo mi promesa de que nadie te enviará a prisión.
—¿Y tú qué ganas?
—Gano estabilidad. Mi madre no puede demandar a mi esposa por fraude corporativo. Las acciones de Isabella que