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Dakota terminaba de acomodar los últimos cojines del sofá cuando miró el reloj. Las diez la noche. Había limpiado cada rincón del departamento, dejado la cocina ordenada, la cama tendida, las velas preparadas. No era una anfitriona obsesiva. Solo una mujer nerviosa.Al día siguiente llegaría Alekos, su novio desde hacía poco más de un año. Y aunque él le había dicho que vendría por la tarde, algo en su interior le pedía estar lista antes de tiempo.
Mientras guardaba unos libros en el estante, sintió una punzada leve en el vientre, acompañada por una oleada de náusea. Se detuvo. Cerró los ojos. No era la primera vez.Dakota lo sabía. No necesitaba una prueba.Estaba embarazada. La idea la sobrecogía. No porque dudara de lo que sentía por Alekos, sino porque no tenía idea de cómo reaccionaría él. Alekos Ravelli era el CEO de una poderosa cadena hotelera. A sus treinta y dos años, estaba acostumbrado a controlar todo. Negocios, personal, decisiones... y tal vez también a las personas que lo rodeaban.¿Y si pensaba que ella lo había hecho a propósito? ¿Y si no quería al bebé? Dakota lo había conocido en un club nocturno de Manhattan, donde trabajaba como camarera. Era uno de esos bares exclusivos dentro de un club aún más exclusivo, donde solo entraban millonarios, celebridades y socios bien conectados.Él había entrado una noche con un grupo de inversores. Destacaba sin necesidad de decir una palabra: cabello oscuro, porte imponente, traje entallado, y esa mirada que atravesaba a cualquiera. Se fijó en ella al instante.La vio moverse entre las mesas con seguridad, su cuerpo enfundado en una blusa negra ajustada y una falda corta. Llevaba el cabello castaño recogido en una cola alta. No era exuberante. Era natural, bella, decidida.Pidió que lo atendiera ella. Y nadie se atrevió a contradecirlo. Cuando se acercó, Alekos le sonrió con esa confianza que parecía esculpida en su rostro.—¿Quieres salir a cenar conmigo esta noche? —preguntó, sin rodeos.Ella se negó con amabilidad.—No puedo. Está prohibido salir con los clientes.No insistió. Solo le tendió su tarjeta.—Si alguna vez querés algo mejor, llámame. Dakota no lo llamó. Pero él regresó. Varias veces. Hasta que ella bajó la guardia. Ahora, un año después, lo amaba. Pero también temía perderlo.Cuando se inclinó para encender una vela sobre la mesa de centro, no escuchó la puerta abrirse. Sintió una mano en la cintura y pegó un grito. —¡Ah!, Alekos eres tu—Eso espero —respondió Alekos divertido—. ¿A quién más esperabas en tu casa? Dakota se giró, con el corazón acelerado.—¡No te esperaba hasta mañana!—No podía pasar otro día sin verte. La abrazó con fuerza. La alzó entre sus brazos y la llevó al dormitorio sin esfuerzo. La acostó en la cama y la miró como si acabara de encontrar algo perdido.Se besaron con ansiedad, con hambre, con el deseo que solo se mantiene cuando hay algo más que atracción.Hicieron el amor sin prisa, como si no existiera el mundo más allá de esa habitación. Alekos exploró cada parte de ella con lentitud, y la llevó al borde con una precisión casi reverente. Horas después, Dakota dormía a su lado, con el cabello suelto y los labios entreabiertos.Alekos la observó unos segundos y se levantó en silencio.Regresó con una pequeña caja envuelta con papel oscuro y una cinta dorada.—Despierta, tengo algo para ti —dijo, sentándose a su lado.Ella abrió los ojos, se incorporó.—¿Qué es esto?—Felicidades por tu graduación. Sabía que lo lograrías. Dakota desenvolvió el regalo. Dentro había un reloj de pulsera elegante, de oro blanco, con una esfera blanca delicadamente trabajada.—Alekos es precioso —murmuró, tocando la pieza con cuidado.—Es para que recuerdes que cada minuto que inviertes en ti vale la pena —dijo él, besándola en la mejilla. Ella sonrió, agradecida. Pero en el fondo, había esperado otra cosa. No por el valor del regalo, sino por lo que no decía. Porque durante ese año juntos, Alekos le había dado muchas cosas… excepto promesas. A la mañana siguiente, mientras desayunaban juntos, Dakota sintió el mareo de nuevo. Dejó la taza a medio camino y se levantó de golpe.Corrió al baño sin dar explicaciones. Alekos la siguió con el ceño fruncido. Cuando salió, él estaba en la puerta, mirándola con preocupación. —¿Estás bien? ¿Te duele algo?Ella respiró hondo, se acercó y tomó su mano. La llevó suavemente hasta su vientre. —Estoy embarazada —dijo, mirándolo a los ojos. Y el tiempo, en ese momento, pareció detenerse.






