La figura emergió por completo de la grieta, y la luz plateada del fuego de Lucía apenas tocaba los bordes de su forma.
Era alto. Más que Amadeo. Su cuerpo estaba envuelto en una capa hecha de plumas negras como la obsidiana, con runas antiguas grabadas a fuego en los bordes. No tenía alas visibles, pero la energía que lo rodeaba hacía que el aire temblara. Parecía que el mundo mismo retrocedía con cada paso que daba.
Su rostro era severo. Hermoso y cruel como una estatua antigua. Ojos de un gris pálido, casi blanco, como si hubieran visto demasiado. Su cabello caía liso hasta los hombros, recogido en parte con un hilo de plata. En la frente, un símbolo marcado a fuego: un círculo abierto, incompleto. La señal de los que fueron olvidados por el cielo.
Lucía se estremeció.
No solo por su presencia, sino por lo que sentía bajo ella. Dolor contenido. Orgullo herido. Y un poder que era abrazador.
—Tu nombre —dijo ella, sin pensarlo, como si su voz no le obedeciera del todo.
El ángel giró