Fuego y acero

Elena

La cámara ya no parecía un calabozo. Ahora era un altar.

Elena estaba suspendida por cadenas de plata oscura, colgando apenas unos centímetros del suelo. Su piel ardía. No por heridas visibles, sino por la energía que le drenaban lentamente.

Cuatro figuras la rodeaban, murmurando palabras antiguas. Las runas talladas en el suelo vibraban con cada sílaba, como si el espacio se agrietara con la magia.

Frente a ella, la mujer de ojos verdes sostenía un cuenco de obsidiana.

—Esto no es castigo, Elena —dijo suavemente, mientras un líquido espeso y oscuro chorreaba sobre las cadenas—. Las verdaderas herederas se forjan.

Elena apretó los dientes. La magia le quemaba desde dentro, buscaba salir, pero estaba sellada. No podía gritar. Ni siquiera llorar. Solo resistir.

Una corriente helada le recorrió la columna. De pronto, imágenes invadieron su mente: fuego, un bosque en ruinas, una niña gritando… y una sombra al fondo.

La otra bruja.

Sintió su presencia, como si respirara junto a ella.
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