Pov Lilian
Todos tenemos miedos. Algunas veces son miedos injustificados, pero la mayoría de las veces tenemos miedos con su propia historia detrás. Algunas personas tienen miedo del susurro de los insectos en la oscuridad, otras personas tienen miedo de la cruz roja deslumbrante en el papel del examen, pero el mío tiene nombre, apellido… y un traje de diseñador.
Tal vez te parece extraño un miedo con nombre y apellido. Bueno, esto pasó hace algunos años. Era joven, era tonta y era estúpida. Verás, mi vida nunca se ha marcado por ser inteligente, por ser planeada. No. Mis decisiones siempre son decisiones espontáneas, decisiones que resultan en caos y desgracias.
Mi miedo es un hombre.
Es un hermoso hombre de ojos grises, con cabello negro como la noche, piel tan clara que parece casi transparente, una mandíbula perfecta, una sonrisa enamoradora y unos labios que se ven tan suaves que dan ganas de besarlos. Y mejor no hablemos de su cuerpo, porque comenzaré a babear.
Seguro te preguntas por qué le temo a ese increíble galán, a ese adonis. Bueno, tiene un porqué: ese hombre es un demonio. No me refiero a que es una persona despreciable, no. A lo que me refiero es que es el demonio, el rey de la mafia en todo el país.
Él es Alonso López, si quisiera podría ser modelo o actor y cientos de chicas lo perseguirían, lo alabarían, pero no, el eligió otro camino, Alonso López es conocido por todos como un hombre frio y calculador, un hombre que no le teme a la muerte ni a las consecuencias, un hombre que ha desaparecido a sus enemigos en solo unas horas. Su poder e influencia son impresionantes y su reputación es peligrosa.
Ahora te preguntarás cómo conocí a este ser. Bueno, eso… no lo recuerdo.
Al parecer, ese día tomé tanto que me casé… me casé con el rey de la mafia. Siempre me habían dicho que, por lo que más quisiera, jamás se me ocurriera fastidiar a este hombre… y terminé siendo su esposa.
El problema es que no me quedé como una esposa. Apenas tuve oportunidad, hui… Salí del país, me escondí bajo el nombre de Amelia. Teñí mi cabello castaño a un color rubio. Todos los días, desde que me fui, uso pupilentes de color avellana para cubrir mis ojos verdes.
Era una nueva identidad, una oportunidad para empezar de cero y pasar desapercibida. Mi disfraz era perfecto... pensé que él nunca me encontraría, pero creo que lo subestimé…
El hombre del que he escapado por casi tres años está justo frente a mí, parado en la entrada de mi departamento, vistiendo un ajustado traje negro. El traje le queda perfecto, no lo voy a negar. Su espalda se ve más ancha, mientras que sus brazos se ven extremadamente musculosos.
—¿Puedo ayudarle en algo? —digo, cambiando el tono de mi voz.
“Aunque esté frente a mi puerta, eso no quiere decir que sepa quién soy… ¿verdad?” La sonrisa en la cara de ese adonis me confirma lo que me temía: ese hombre sabe quién soy.
—¿Acaso no piensas saludarme adecuadamente? —dice, mientras señala sus labios. “Este loco quiere que lo bese.”
—Vamos, no es la primera vez que me besas, esposa, no seas maleducada.
—Disculpa, los modales no son mi fuerte —digo de inmediato, cerrando la puerta justo en su cara.
Escucho una fuerte risa del otro lado de la puerta, y lo único en lo que pienso es en intentar tomar algo de ropa y huir de mi departamento.
—Si no abres la puerta, la derribaré —dice, pero yo solo tomo un par de camisas y unos pantalones, metiéndolos de manera desordenada en una mochila—. Voy a contar hasta diez. Si no abres hasta entonces, no me culpes por ser un tirano.
Coloco mi mochila en mi espalda, tomando el dinero que tengo en mi mesa de noche.
—Uno… —escucho su voz, que ahora tiene un tono siniestro—. Dos… —dice, pero siento que mi cuerpo reacciona muy lento.
—Tres… —Estoy tan nerviosa que apenas puedo abrir la ventana.
El aire de la noche me golpea en la cara mientras empiezo a salir.
—Cuatro… —dice, mientras salgo por la ventana.
No soy creyente, pero en estos momentos no hay dios a quien no le ruegue porque él no me alcance. Por favor, solo déjame escapar.
Comienzo a bajar las escaleras de incendio lo más rápido que puedo. No sé en qué número va —aunque, sinceramente, no quiero descubrirlo—. Bajo la primera escalera y comienzo a bajar la segunda. En estos momentos, detesto ampliamente vivir en el noveno piso.
Antes de terminar de bajar la segunda escalera, el fuerte estruendo de alguien tirando una puerta se escucha. “Supongo que ya llegó a diez.”
Decido que el tiempo es lo más valioso para mí y comienzo, literalmente, a saltar escalones, bajando cada uno de los pisos con mayor rapidez.
Una vez bajo los nueve pisos, estoy agotada, mis piernas me duelen y estoy bastante agitada. Aun así, es extraño que, en toda mi carrera, no me haya intentado alcanzar. Volteo hacia arriba: él me observa tranquilamente, recargado en el barandal. Hay algo en su tranquilidad que me perturba. Cuando se da cuenta de que lo miro, solo me dice “no” moviendo su dedo índice de un lado a otro.
Su actitud es la misma de alguien cuando regaña a un niño pequeño. Aunque me regaña, está sonriendo. Algo en cómo me mira hace que se me erice la piel.
Comienzo a correr a donde sea que mis piernas me lleven. En mi cabeza solo puedo repetir que él me encontró. La vida que había logrado construir en los últimos años se ha hecho añicos.
Las calles están vacías. Parece ser que dentro de poco será medianoche. Podría buscar un hotel para dormir, pero él está en la ciudad. Lo más probable es que me busque en los hoteles. Por el momento, parece que mi mejor opción es tomar un autobús a cualquier otro lado.
Lo único malo de esa idea es que la central de autobuses está literalmente al otro lado de la ciudad.
Empiezo a correr, mis pies golpean el asfalto con torpeza, y mis pensamientos no dejan de repetirse como un disco rayado: tengo que irme, tengo que desaparecer. La adrenalina me impulsa, pero el cansancio comienza a morderme los músculos.De pronto, escucho pasos.
Pasos firmes, rápidos, que rebotan contra las paredes de los edificios. Me congelo. “¿Es él? ¿Ya me alcanzó?”Los pasos se hacen más fuertes, más cercanos. Giro la cabeza apenas un poco, el corazón martillándome el pecho. Una figura aparece desde la esquina. Su sombra se alarga en el suelo y por un segundo el pánico me paraliza. Siento que mi respiración se tranca en la garganta.
Pero no.
Es solo un chico. Un desconocido con mochila, auriculares y mirada perdida pasa corriendo a mi lado sin siquiera mirarme. Luego gira en la siguiente calle y desaparece como si nada. Suelto todo el aire que ni siquiera sabía que estaba conteniendo.Mis piernas tiemblan y me apoyo en la pared más cercana.
—Estás paranoica… —susurro entre dientes. Me paso una mano por la frente sudada. Estoy demasiado tensa necesito relajarme, pero eso tal vez no pase hasta que este a mil kilómetros de distancia.—Tengo que calmarme— me repito. —Solo corre, ve a la terminal, toma cualquier autobús y vete. —
Y justo entonces, un sonido seco corta el aire.
Frenos.
Una camioneta negra se detiene bruscamente justo frente a mí, interrumpiendo mi paso. Ni siquiera tengo tiempo de gritar. La puerta se abre y unos brazos fuertes me jalan con violencia hacia adentro.
—¡No! ¡Suéltenme! —grito, forcejeando mientras pataleo.
Pero no sirve de nada.
Una mano me inmoviliza mientras otra me cubre la boca con un pañuelo empapado. Un olor fuerte y químico inunda mis sentidos.—Shhh… tranquila, amor —susurra esa voz.
Su voz.
—Cuando despiertes, debemos tener una conversación seria —añade con un tono indulgente, como si fuera yo la que estuviera en falta—. Porque, sinceramente, has estado portándote muy mal.
Intento resistirme. Intento gritar.
Pero el mundo comienza a girar. Todo se vuelve borroso… Y luego, oscuridad.