18. Dos hombres.

Me volví hacia Santiago nuevamente. Pude ver en sus ojos que me había dicho aquella extraña frase con alguna intención secundaria, como si de verdad en serio pensara que, al decirla, iba a cambiar mi idea de él. Tal vez pensó que correría a sus brazos y le diría: *“Sí, mi amor, ¿verdad que todavía estamos casados? Te amo”*.

Se quedó ahí de pie. Pude verlo tan vulnerable como nunca en la vida lo había visto, a pesar de que su expresión pretendía ser firme y neutra. Pero yo lo conocía lo suficiente. A pesar de todos los años que habían pasado, el hombre no había cambiado en absoluto: seguía teniendo las mismas expresiones, las mismas herramientas de las que yo me había enamorado.

Pero no podía ceder ante eso y ante su manipulación.

—Tienes razón —le dije, dejando la puerta abierta detrás de mí y avanzando un par de pasos para estar lo más cerca posible, para que entendiera mi mensaje, para que entendiera el rencor por el que iban a salir mis palabras—. Qué bueno que me lo recordaste, po
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