Julie despertó con un sobresalto y, durante unos segundos, no supo si aún estaba en el baño de la farmacia o en una pesadilla que no terminaba. Luego le llegó el hedor: humedad vieja, orines secos, tabaco rancio pegado a las paredes. Tosió. El eco de su propia tos rebotó en la habitación dandole náuseas.
Parpadeó hasta acostumbrarse a la penumbra. La luz entraba a jirones por una rejilla en lo alto, demasiado estrecha para significar una salida. El cuarto era angosto: paredes desconchadas, una bombilla sin fuerza colgando de un cable pelado, un colchón sucio en el suelo que no quiso mirar dos veces. Botellas vacías rodadas en un rincón, un cubo oxidado, un plato con restos resecos. El aire estaba caliente, espeso. El sabor amargo del miedo le subía por la garganta.
Intentó moverse. Le dolía el costado, un dolor sordo, profundo, como si le hubieran descargado todo el peso del mundo sobre las caderas. Aun así, se obligó a incorporarse. Se llevó una mano al vientre por puro instinto: la