El avión aterrizó con suavidad, pero el corazón de Julie iba como si hubiera chocado contra la pista. No había dormido nada. O tal vez sí, pero mal, incómoda… sobre todo cuando él se movía y su brazo la rozaba “accidentalmente”. Todo el vuelo había sido un tira y afloja silencioso, una guerra sin balas pero con muchos suspiros tragados.
Cuando cruzaron migración, el aire de Milán los envolvió como una promesa. El sol brillaba, pero no quemaba. La ciudad era un cuadro: calles adoquinadas, arquitectura que parecía salida de un libro de arte, balcones con flores, motos zumbando entre callejones y un estilo que se respiraba hasta en los perros callejeros.
—Bienvenida a la ciudad de la moda, del amor… y de las decisiones impulsivas —dijo Ryan al salir del aeropuerto, con su maleta de mano y esa sonrisa torcida que Julie odiaba... y también quería arrancarle a besos.
—No me metas en tus impulsos —respondió ella sin mirarlo.
Una limusina los esperaba. Obvio. Julie ni preguntó. Se subieron en