El secuestro 2

—Nunca —espeté—, nunca serás suficiente para tentarme —recalqué la última palabra—. Preferiría besar a mi ex antes que cualquier cosa contigo.

Tampoco es que fuera muy difícil, si Daniel llegara y me pidiera perdón, no lo haría, pero sí aceptaría un último beso de despedida.

—Como digas —dijo despreocupado.

Se terminó de cambiar, lo vi salir en traje de baño y dirigirse a la alberca privada de la habitación. Por mí que se fuera al mismo infierno. Apenas me hube puesto ropa un poco más cómoda, me quedé profundamente dormida.

Lo que me despertó fue la sed. Estaba empapada en sudor, mi insípido camisón se pegaba incómodamente a mi cuerpo. Con trabajos logré levantarme, tuve que sostenerme de la pared para evitar caer.

Entonces noté el fuego, por suerte, ninguna de las torres se incendiaba, pero el salón de eventos al otro lado del enorme jardín estaba en llamas. Desde aquí apenas se veía un poco, pero si lo alcanzaba a ver es porque era grave. Además, una tenue alarma sonaba.

Esa debía de ser la razón del endemoniado calor, a pesar de estar relativamente lejos, afectaba.  

El pánico me invadió inmediatamente, el protocolo de cualquier lugar era evacuar y dirigirse a zonas seguras, pero no tenía idea de cuál era la zona segura. Sin pensarlo mucho, salí corriendo y dejé todo atrás.

¿Dónde estaba Anuar? No quería pensar que me dejó a propósito, pero tampoco se me hacía descabellado pensar que su lotería fuera casarse y al otro día enviudar.

Corrí hacia el lado contrario de las llamas, varias personas también evacuaban, algunas de ellas en más pánico que yo. El personal del hotel gritaba que todo estaba bien, que el fuego estaba siendo controlado y que no corríamos peligro.

Pero todo era un caos.

Logré escabullirme por una puerta de emergencia y el aire fresco me pegó en el rostro. El aroma a humo era más denso acá afuera.

Al doblar la esquina que daba al estacionamiento, vi el secuestro.

Dos hombres fornidos y altos cargaban a una chica con vestido rosa y una tiara en la cabeza. La chica se removía agresivamente, pero su fuerza no era rival para los hombres. Sus gritos eran ahogados por la mordaza en su boca.

La subieron a una camioneta negra de vidrios polarizados y lo último que vi fue su mirada azul aterrada. Antes de poder alertar, gritar o acercarme, ya se habían ido. 

El hedor del humo se volvía insoportable, traté de correr detrás de la camioneta, pero choqué con un espejo lateral y tropecé. Desde el suelo solo pude atisbar la mitad de la placa: L3.

Comencé a toser, me levanté como pude y traté de llegar al edificio, pero entre el calor y el humo mi cuerpo no respondía. En algún momento, poco antes de llegar a la puerta, las piernas me fallaron y caí golpeándome la cabeza.

Alguien decía mi nombre. Lo oía lejano, como si fuera el viento el que traía las palabras.

«Eloísa». Era una voz femenina y agradable, pero imperativa. «Eloísa, abre los ojos». La segunda frase fue dicha con un tono severo, imponente. El tono fue tan autoritario y suplicante, que me obligué a abrir los ojos.

Durante unos segundos todo lo vi borroso, el cielo oscuro me daba la bienvenida y las estrellas en lo alto me ayudaron a enfocar la mirada. Apenas abrí la boca, empecé a toser bruscamente. Alguien me tomó de la espalda y me ayudó a sentarme, me mareé, pero poco a poco respiraba mejor.

—Señora Solano —dijo una voz de mujer—. Perdió el conocimiento, ¿recuerda lo que pasó? —parpadeé varias veces para humedecer un poco los ojos secos—. Evite hablar, asienta o niegue con la cabeza.

Asentí levemente, por un momento olvidando que la señora Solano era yo. La mujer tenía unos cuarenta años, tenía el cabello recogido, un casco y uniforme de paramédico. Su expresión era analítica, pero amable, incluso me sonrió cuando notó que la estaba viendo.

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