Habría agradecido mínimo una palabra de apoyo.
No podía pensar con claridad, me levantaba cuando era necesario y me quedaba callada mirando un punto fijo. «No mires directo al juez, tienes que verte abnegada, pero no débil ni asustada, eres inocente, no hay que temer». Era fácil decirlo cuando ella era abogada y su libertad no estaba en juego.
Leyeron mis cargos, las aperturas, el fiscal no paraba de lanzarme todo su odio en palabras y solo me metí en mi interior. Estaba en mi lugar seguro, imaginando una piña colada en el calor de la playa, cuando la puerta se abrió y entró el supuesto testigo de la fiscalía: Era Daniel.
Al verlo, se me cayó el alma a los pies.
Ni siquiera me dirigió una mirada, caminó recto hasta llegar frente al juez y se quedó parado.
Una cosa era haberle creído a mi madre, cortarme, jamás haber pedido perdón por lo que hizo, pero otra muy diferente era traicionarme de esa manera, ¿qué le prometieron? ¿Cómo era posible que su rencor fuera tanto como para ayudar a