Carolina no supo cuánto tiempo pasó en el suelo frío del hospital. Estaba acurrucada contra la pared, con los brazos rodeando sus piernas y la frente apoyada sobre las rodillas. Lloró en silencio, dejando que las lágrimas corrieran por su rostro sin preocuparse por secarlas. Nadie entró. Nadie la vio. Y, de alguna forma, eso era lo que necesitaba: estar sola.
El eco del portazo de Eliot aún resonaba en su pecho. Pero más fuerte que eso… era la voz de Diana en su cabeza, la imagen de su hija , la posibilidad de volver a abrazarla. No podía esperar más. No podía quedarse quieta, paralizada por el miedo o por el dolor. Tenía que actuar. Tenía que hacerlo por su hija.
Respiró hondo. Una, dos, tres veces.
Entonces se levantó.
Sus piernas temblaron al principio, pero no se permitió caer. Caminó hasta el armario, sacó lo primero que encontró: unos jeans, una camiseta sencilla y un abrigo. Se vistió con manos temblorosas, secándose las lágrimas con la manga. Miró la puerta… y salió. Caminó po