Así pasaron dos meses, Cassian y yo habíamos creado una rutina: dormíamos juntos casi todas las noches. A veces nos quedábamos dormidos abrazados; otras, simplemente amanecíamos así, como si nuestros cuerpos se buscaran incluso en sueños. Günter, por su parte, no volvió a llamar, y yo lo dejaba cada día un poco más atrás.
Era sábado. De esos en los que el cuerpo pide quedarse en pijama, el café se enfría lentamente y la ciudad parece en pausa.
El cielo gris envolvía Boston en una luz suave y silenciosa, como si el tiempo supiera que no había prisa.
Cassian y yo estábamos en la cocina, descalzos, compartiendo la segunda taza de café y una playlist absurda de boleros modernos que él juraba que le ayudaban a “conectar con su lado romántico vintage”.
Yo reía. Él cocinaba. Y por un rato, el mundo era solo eso: una cocina con olor a omelette y dos personas que ya no necesitaban inventar excusas para estar cerca.
Su móvil vibró sobre la encimera. Miró la pantalla y, antes de contestar, solt