Cuando aterrizamos en Boston, la incertidumbre pesaba en el aire como una sombra. Apenas dejamos las maletas en el departamento, Cassian tomó la iniciativa: sacó su teléfono y buscó las pruebas de embarazo más confiables que pudiera encontrar. No iba a dejar que la ansiedad nos consumiera sin saber nada.
—Vamos a hacer esto ahora —dijo con una determinación que me hizo sentir segura, aunque yo me debatía entre el miedo y la esperanza.
Compramos varias pruebas diferentes: digitales, tradicionales, rápidas. Volvimos al apartamento y, casi sin decir palabra, comenzamos el ritual incómodo de esperar el resultado.
Una, dos, tres pruebas… todas negativas.
Respiré aliviada, como si el peso se desvaneciera. Por fin, algo de calma.
Pero Cassian no compartía mi alivio. Me miró con el ceño fruncido, una mezcla de frustración y decepción en sus ojos.
—¿De verdad estás aliviada? —me espetó, con la voz cargada de decepción—. ¿No quieres que tengamos un hijo?
Me quedé helada. Nunca había visto esa c