Cassian se despidió con una leve inclinación de cabeza, como si no supiera si debía decir algo más. Pero no lo hizo. Simplemente se fue.
Cuando la puerta se cerró detrás de él, no sentí alivio ni tristeza. Sentí, simplemente, quietud.
Me quedé de pie unos segundos, observando el espacio en silencio, reconociendo cada rincón como mío. Todo en ese lugar hablaba de esta nueva versión de mí misma: una mujer que había aprendido a poner límites, a soltar sin romperse, a cuidar de su propia paz.
La caja con el anillo ya no estaba. Y con su ausencia, también se había ido una parte del peso que llevaba encima.
Me acerqué a la ventana. La ciudad seguía viva allá afuera, indiferente, palpitante.
Cassian volvería, tal vez. Pero ya no como una promesa, ni como un dolor. Volvería si debía volver. Y yo sabría cómo recibirlo.
Como amiga. Como alguien que alguna vez lo amó y que ahora se amaba a sí misma mucho más.
Porque ahora, finalmente, el amor no era una deuda pendiente. Era una elección.
Y yo ha