Me desperté sin sobresaltos.
El sol entraba con delicadeza por los ventanales y dibujaba formas en las sábanas, como si el día supiera que necesitaba un comienzo suave. No sonó ninguna alarma, no tenía ninguna reunión urgente. Y, por primera vez, eso no me provocaba ansiedad.
Me quedé recostada unos minutos más, escuchando el murmullo lejano de la ciudad, como si Nueva York respirara en calma junto a mí. Estaba sola. Pero no era una soledad triste. Era una soledad elegida. Mía.
Me preparé el desayuno con lo poco que había alcanzado a comprar el día anterior: café, pan integral, un poco de mantequilla. Nada especial, pero suficiente. Abrí una de las cajas que aún quedaban sin desempacar y encontré el tazón de cerámica que solía usar en casa de mis padres. Lo lavé y lo usé sin pensarlo. Era un gesto simple, pero me hizo sentir acompañada.
Me duché, me vestí con ropa formal —suficientemente sobria para no llamar la atención, pero con un detalle en el cuello que decía que seguía siendo yo