~ Narra Evanya ~
Habían pasado dos días desde que me había refugiado en aquel hotel de mala muerte. No podía quejarme demasiado; después de todo, hubiera sido peor estar en la calle, expuesta y a merced de ese mafioso.
No había salido de estas cuatro paredes en todo ese tiempo. Me había mantenido pidiendo comida rápida que el hotel ofrecía y había intentado aventurarme fuera, pero justo cuando puse un pie fuera de la habitación, escuché rumores sobre hombres que buscaban con desesperación a una chica. Eso fue más que suficiente para mantenerme encerrada.
Cada instante era una tortura: sentía el peligro respirándome en la nuca. El sudor perlaba mi frente, aunque el aire acondicionado estuviera a toda potencia.
Mis sentidos estaban alerta constantemente, siempre vigilando por la ventana para reconocer a cualquiera de esos hombres. Cuando alguien tocaba la puerta, me preparaba, esperando que fuera solo el personal del hotel y nada más. La tensión no me dejaba respirar; cada sonido se convertía en una amenaza.
En medio de esa vigilancia constante, me pregunté por mis padres. ¿Habrían muerto ya? Esa duda me carcomía por dentro, como un veneno silencioso. Sentí un nudo en la garganta al imaginar su rostro por última vez, los gestos que ya no podría ver, las palabras que nunca escucharía otra vez. Aunque sabía que ellos nunca me habían querido ni apreciado, no podía evitar preguntarme si habrían sentido miedo antes de que todo se derrumbara, si habrían pensado en mí al final.
La idea de que sus vidas se hubieran apagado en silencio me arrancaba un dolor inesperado; era un vacío frío que amenazaba con devorar cualquier chispa de esperanza que aún quedara en mi pecho. Me obligué a cerrar los ojos un instante y respirar hondo, intentando que la imagen de su sonrisa, aunque distante y tenue, me diera fuerzas para seguir, aunque fuera solo un momento.
Y luego estaba Tiffany. Le había enviado varios mensajes, pero ella no respondía. Esa ausencia aumentaba aún más el temor que ya sentía en mi interior. Tenía miedo de que ese mafioso la hubiera atrapado también, como a mis padres adoptivos.
Para intentar relajarme y calmar mi mente, encendí la televisión y me recosté sobre la cama. En la pantalla se proyectaba Mare Fuori, mi programa de televisión favorito, pero no podía prestarle atención; los nervios no me dejaban concentrarme en nada.
Poco a poco, el cansancio comenzó a invadirme. Intenté mantenerme despierta, pero era inevitable: en las últimas dos noches apenas había pegado un ojo, y el peso de la noche parecía aún más pesado sobre mis hombros.
Mis párpados se sentían como plomo, y aunque sabía que debía permanecer alerta, mi cuerpo exigía descanso. Cerré los ojos un instante, respirando hondo, intentando convencerme de que dormir aunque fuera unos minutos no me pondría en peligro…
****
No sé cuánto tiempo permanecí dormida, pero mis ojos se abrieron en cuanto escuché un disparo romper el silencio de la noche.
De inmediato me incorporé de la cama , el corazón latiéndome con fuerza. La televisión aún seguía encendida, proyectando luces parpadeantes que iluminaban la habitación vacía. Me acerqué a la puerta y pegué el oído contra ella, intentando distinguir los sonidos del pasillo.
Escuché pasos apresurados, voces de hombres hablando con tono urgente.
—¡Revisen todas las habitaciones! Si esta vez se escapa, el jefe nos mata.
El miedo me paralizó por un instante, pero sabía que quedarme quieta significaba firmar mi sentencia. Me alejé de la puerta paso a paso, tratando de no hacer ruido. Mis manos temblaban mientras me ponía los zapatos que había dejado en una esquina. Tomé mi bolso —gracias a Dios lo había preparado por si algo así ocurría— y busqué con la mirada una salida alternativa.
La ventana. Era mi única opción.
Me acerqué a ella y la abrí con cuidado, pero justo en ese momento escuché cómo la manija de la puerta comenzaba a girar. No tuve tiempo que perder. Dejé caer el bolso primero y, cuando la puerta se abrió de golpe y cayó al suelo con un estruendo, nuestras miradas se cruzaron.
—¡Ahí está! —gritó uno de ellos.
Sin pensarlo, me lancé por la ventana. El impacto me sacudió el cuerpo entero; un dolor sordo recorrió mis piernas y sentí cómo mis rodillas se raspaban contra el pavimento. Pero no me detuve.
Corrí con todas mis fuerzas, escuchando los gritos de los hombres detrás de mí. El aire helado me cortaba la piel, el corazón me ardía en el pecho. Maldije por lo bajo, deseando que el miedo me diera alas.
Giré en dirección a un callejón, buscando un lugar donde esconderme, pero un auto negro se cruzó en mi camino, bloqueando mi única salida.
El motor rugía, y el chirrido de los frenos pareció congelar el tiempo. La puerta del vehículo se abrió lentamente, y de él descendió un hombre alto, vestido de negro. Sus ojos fríos se clavaron en mí con una intensidad que me hizo olvidar cómo respirar.
Lo supe al instante en que lo vi.
Era él.
Alistair Ferraro.