La paz que había comenzado a instalarse en el palacio tras la enfermedad de Aurora era frágil, como el primer hielo del invierno sobre un canal. Alexandra había notado un cambio sutil en Adriano. Ya no era la hostilidad abierta, sino una cautelosa observación, una distancia que se sentía menos a un abismo y más a un espacio respirable. Incluso había cenado con ellas dos noches seguidas, haciendo preguntas a Aurora sobre su día y, en un par de ocasiones, dirigiendo alguna palabra neutra a Alexandra sobre el tiempo o una exposición de arte en París.
Esa tarde, Alexandra estaba en el jardín privado del palacio, un oasis secreto de rosas trepadoras y cipreses que se inclinaban sobre un pequeño estanque. Leía en un banco de piedra mientras Aurora alimentaba a los peces de colores con migas de pan, sus risas un sonido que se mezclaba con el susurro de las hojas.
La tranquilidad se quebró con la llegada apresurada de Ginevra, el rostro de la ama de llaves estaba pálido y sus modales, normalm