Había algo en la noche que me oprimía el pecho. Aunque el fuego seguía encendido y Cael dormía a mi lado, mi mente no lograba encontrar descanso. Cerraba los ojos, pero cada parpadeo me traía fragmentos oscuros, sensaciones que no podía entender del todo… hasta que el sueño me atrapó con la fuerza de una pesadilla.
Estaba encadenada.
Lo supe por el dolor que quemaba mis muñecas y tobillos. Plata.
La habitación era fría, húmeda, con paredes de piedra cubiertas de moho. No era la cabaña. No era el castillo. Era otro lugar, más antiguo, más cruel.
Y frente a mí… una celda.
Pequeña. Cerrada con barrotes gruesos. Dentro, dos pequeñas figuras.
Mis hijos.
Estaban llorando. Uno de ellos me tendía las manos. El otro tenía la mirada perdida, como si ya no esperara que alguien viniera por él.
Grité, pero mi voz no salió.
Intenté romper las cadenas, pero me cortaban la piel con cada movimiento.
Y entonces, una sombra se acercó. Alta. El cabello oscuro. La sonrisa torcida.
Henrik.
—¿Creíste que po