Ivette Russell
No mentiré, cuando escuché la voz de Mario, en verdad he quedado de piedra. Pero fue mucho más sorprendente aun, mirar a René empuñar una pistola y actuar de escudo humano para protegernos a mi hija y a mí.
¿Cómo podía dejarlo solo en un momento como este?
—¡René, René! —Grité casi sin aliento, a punto de caer desmayada.
—¿Qué? —El hombre nos miró con el entrecejo fruncido.
—¿Vas a dejarnos aquí?
—No tienes que preocuparte, Mario se encargará de…
—No. Iremos contigo. Somos tu mujer y tu hijastra después de todo, ¿No?
El hombre se lo pensó por un momento, pero terminó cediendo:
—Suban ya —masculló de mala gana, blanqueando sus nudillos alrededor del volante.
No hubo tiempo de colocar la silla para bebés. Así que simplemente tomé el asiento del copiloto, sentándome a la niña en las piernas.
El viaje de regreso apenas y duró un tercio del de venida. Y aunque estaba paniqueada por la velocidad en la que agarraba las curvas, no dije nada. Pues, claramente, ha sido mi decisió