En efecto, mi madre había accedido a conocer a Antonia. Mi padre, como siempre, prefirió mantenerse al margen. Pero ella, a su manera, decidió que la niña no tenía culpa de nada. La sostuvo entre sus brazos con una ternura que no le había visto en mucho tiempo. Acarició su cabello con suavidad, hablándole con dulzura, como si nada más importara.
—Es una niña preciosa —dijo, con un dejo de nostalgia—. Tiene los ojos de su padre.
Pero esa misma ternura no la tenía para Fabiana.
Mientras mi madre hablaba con la niña, su rostro se volvía más frío cada vez que Fabiana intentaba entablar conversación. Era sutil, pero cruel. No la miraba, no respondía a sus intentos de acercamiento, como si su presencia fuera insignificante. Pero Fabiana, con su incapacidad para captar las señales, insistía. Sonreía forzadamente, trataba de caerle bien, de ganarse su aprobación.
—Gracias por venir, señora —dijo con una sonrisa nerviosa.
Mi madre apenas le dirigió una mirada. Su expresión era cortante, sin am