Firenze apretó el teléfono contra su pecho. Su respiración se agitó y su mirada, antes calmada, se tornó un torbellino de frustración y enojo. No podía culparla. El miedo y la rabia se reflejaban en sus ojos mientras me miraba, y yo, como siempre, quedé atrapado entre mis propios miedos y mis mentiras.
—¿Lo sabías? —preguntó con voz tensa.
No pude responder. Las palabras se me atoraron en la garganta, y mi mente comenzó a girar, buscando una excusa, una justificación, cualquier cosa para desviar la atención.
—Firenze… —empecé, pero ella ya no me escuchaba. Su rostro se tensó, sus labios se apretaron en una línea dura, y pude ver la furia contenida, la rabia que comenzaba a hervir bajo su piel.
—¿Qué clase de hombre eres, Tony? —su voz fue apenas un susurro, pero el peso de la acusación cayó sobre mí como una sentencia. —Sigues tu relación con ella mientras juegas a ser un buen padre aquí… No solo te burlas de mí, te estás burlando de nuestros hijos. Ellos se merecen más que esto…
—No