Cuando volví para llevarlos a casa, esperaba que Firenze estuviera emocionada. Pero en lugar de eso, su expresión era neutra, casi ausente. No tardé en entender que era el agotamiento de cuidar a nuestro pequeño recién nacido.
—Fire, ¿cómo estás? Los he extrañado —dije con una sonrisa forzada, pero no obtuve respuesta.
La maternidad no era como la imaginaba.
—Aún no he podido… —murmuró, pero no terminó la frase.
—Pero es lo que querías, no te puedes quejar —solté, intentando sonar gracioso. Error. Su mirada se endureció.
—Bueno, ya que estás aquí, te dejaré unos minutos con nuestro hijo para que… afirmes tu paternidad.
Me quedé en silencio, incómodo.
Noah se retorcía en su cuna, moviendo sus manitos y pies con torpeza, balbuceando como si tratara de comunicarse conmigo. No entendía exactamente lo que Firenze esperaba que hiciera.
Ni bien abrió el grifo de la ducha, Noah comenzó a llorar, como si supiera que su mamá demandaba un tiempo para ella y él no estuviera dispuesto a concedérse