Los primeros días de nuestro matrimonio fueron una tregua. Firenze parecía feliz. Me aseguré de que no le faltara nada, de que estuviera cómoda, de que cada noche se sintiera segura en mis brazos. Verla despertar a mi lado, con su vientre creciendo y su sonrisa adormilada, me hacía sentir que todo estaba en su lugar. Sus dudas sobre mi lealtad se desvanecían.
Habíamos establecido rutinas: mientras yo salía a correr por las mañanas, ella tomaba clases de yoga prenatal. Luego, la buscaba para volver caminando juntos a casa. A veces, cuando hablaba del futuro, de cómo sería nuestro hijo y de los valores que quería inculcarle, yo la escuchaba en silencio, observándola, pensando en lo mucho que había cambiado mi vida con ella.
Y aunque sabía que mi visión del amor no era la misma que la suya, eso no significaba que no fuera real para mí. Creía que la felicidad que construíamos bastaría para mantenernos así.
Hasta que una mañana, mientras preparábamos el desayuno, el teléfono sonó. Firenze