Capítulo 2

Meses antes...

Cuando Irene se enteró de que la mujer más digna del imperio residía en la ciudad de Roma, no pudo evitar preguntar a su madre como era dicha ciudad y por qué esa mujer residía allí. Lejos de comprender el significado de las palabras de su madre, Irene solo pensó en ingresar algún día a Roma y convertirse en la más respetada de todas las mujeres.

Sin embargo, pronto descubrió que, siendo una prisionera de guerra y de origen griego, solo podía ser una pobre esclava.

Desde ese día, su futuro estuvo plagado de espinas y humo. Había sido una niña consentida, pero aquel recuerdo se había convertido en algo borroso. Sus padres no habían conservado la gracia y la fortuna, siendo víctimas de un fatal accidente mientras huían de la guerra.  

Estaba sola en compañía de su hermana menor, una chica de trece años que había afrontado la desgracia junto a ella. Aquella niña, se había hecho adulta siendo tan solo una pequeña. Sus padres habían sido grandes personas, pero sus nombres pronto fueron olvidados.

Ella no era más que una niña escuálida de cabellos rubios, casi blancos a la luz del sol, de mirada esquiva y pensamientos extraños. Con catorce años, había afrontado la esclavitud, las penurias y el prejuicio. Ahora, teniendo dieciocho años, Irene se había convertido en una liberta, condición que le permitía conseguir con su servicio, la libertad de su hermana menor.

Ella era una criada libre que estaba al servicio de la señorita Galiana, la hija del gobernador de la provincia de Macedonia, una patricia, una muchacha extrovertida y habladora que siempre estaba metida en problemas, y que solo se salvaba de los castigos gracias a la ayuda de Irene, quien siempre le daba ideas para burlar la furia del gobernador.

Aquella mañana, Irene se levantó temprano para atender a su señorita, como era la costumbre.

Cuando entró a la enorme y cálida habitación, Irene vio a su ama tendida sobre el lecho mientras se retorcía con fuerza, sollozando débilmente por lo que parecía ser una pena de muerte. La señorita siempre había sido melodramática, mucho más cuando se trataba del romance tórrido que tenía con uno de sus esclavos.

Irene aceleró el paso y se detuvo junto en frente del lecho, sacudió a la señorita haciendo que esta se apartara abruptamente. Irene tomó un pañuelo de algodón y se lo tendió a la mujer para que se secara las lágrimas. Aquella era una escena de nunca acabar.

—Señorita, su padre la espera… dice que debe presentarse lo antes posible, que no acepta negativas.

La señorita se dio la vuelta. Sus ojos verdes estaban rojos e hinchados por el llanto, pero ni siquiera en esas condiciones Irene se sintió entristecida por el estado de su ama.

—¿Por qué nuestra familia tiene que afrontar tantas dificultades? —preguntó mientras lloraba profusamente—. Mi hermano debe irse a la guerra y además mi padre ha aceptado el edicto perpetuo del pretor… ¡Me han ordenado casarme!

Irene trató de verse afectada por la noticia de la señorita cuando en realidad le interesaba muy poco. Quizá, si se esforzaba podía utilizar aquella situación para su beneficio. Sin embargo, tenía poca información.

—¿Qué hará su padre?

—¡Ha aceptado! —exclamó.

—¿Con quién se casará? —preguntó mientras le peinaba el cabello negro—. No creo que su unión sea mala.

—¡Eso es lo peor! —reprochó mientras volvía a llorar—. ¿Cómo aceptó mi padre? ¿Cómo se le pasó por la cabeza aceptar a Publius Caesar como mi marido?

Irene se encontraba detrás de la señorita Galiana peinándole el cabello. Pero en cuanto escuchó la mención de aquel hombre, dejó caer el peine al suelo, haciendo que este se rompiera en pedazos.

Publius Caesar…

Irene parpadeó. El pitido chillante se instauró en sus oídos.

Su nombre era como una sombra enorme y misteriosa, que cubría con su oscuridad toda la corte y la ciudad imperial, haciendo que la gente incluso caminara con los cuerpos encorvados y tiritantes del miedo.

Irene también le tenía miedo, pero pensaba que esa era la oportunidad de oro que tenía para saber qué era lo que les había pasado a sus padres. Pues en aquel entonces, los rumores adjudicaron la masacre de Atenas a Publius Caesar, quien cumplía los veintidós años en aquel momento.

La señorita Galiana miró a Irene con enojo y la empujó con el pie, haciendo que cayera al suelo con rudeza. Irene se arrodillo y empezó a recoger los pedazos del peine. De haber sido otra sirvienta, ya podría dar por segura una golpiza, pero la señorita Galiana al menos le tenía un poco de consideración por las ayudas que Irene le brindaba cada vez que salía para verse a escondidas con el esclavo.

Irene pensó un poco. El camino era claro ante sus ojos.

Ella debía aprovechar aquella oportunidad tan única… Incluso si Publius Caesar podía torcer su cuello como si fuese el pescuezo de una gallina, Irene se iba a arriesgar una vez más para obtener la verdad.

Se arrodilló nuevamente y observó a la señorita Galiana.

—¿Por qué no deja que ocupe su lugar?

Irene se sorprendió con la propuesta que salió de sus labios. Lo había pensado, pero no tanto como para sopesar los riesgos que aquel engaño podía significar.

La señorita Galiana la observó en silencio. De repente, abrió los ojos y sonrió aliviada.

—¡Sabía que tenías una solución a esto! —replicó emocionada.

Irene sonrió con timidez.

—Señorita, esta vez necesitamos el consentimiento de su padre… si hacemos esto por nuestra cuenta, la familia entera podrá verse afectada.

—¿Estás demente? —replicó Galiana—. Mi padre no aceptará.

—Si lo persuadimos de la manera correcta le aseguro que apoyará esta idea. Ahora, lo importante es hablar del divorcio o la anulación.

—¿Qué quieres decir?

—Este matrimonio solo afecta la honorabilidad de la familia. Si se rechaza, cabe la posibilidad de que las familias patricias se alejen de su familia. En cambio, si se alega que hubo un malentendido, el pretor que ordenó el matrimonio deberá rectificar su edicto… Eso significa que esta vez sí necesitará la autorización del palacio. Posiblemente, el matrimonio quede roto.

—¿Quieres decir que al final desistirá?

Irene asintió.

—¡Exacto! No le conviene ventilar que en su jurisdicción hubo tal error —respondió Irene—. Si lo hacemos, usted podrá casarse con quién desee y no con este hombre sanguinario.

—Pero Publius Caesar es cercano a la familia real, es el tutor de los príncipes… Es el hijo adoptivo de la hermana del emperador.

Irene no se terminaba de convencer con su propia idea, pero tampoco podía permitir que la señorita Galiana sospechara algo malo. Cuadró los hombros y enfrió la mirada; hizo todo a su alcance por verse segura.

—Esta vez contamos con un poco de gracia. Su familia no sufrirá mucho… No debe preocuparse, yo tomaré su lugar. Moriré si usted se ve perjudicada. 

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