La corona de la esclava
La corona de la esclava
Por: Glenmarts
Capítulo 1

Las puertas de la gran mansión se abrieron ante sus ojos. Irene observó maravillada los árboles con ramas recortadas que custodiaban todo el camino que conducía a la mansión.

Al bajar del carruaje, Irene acomodó el velo rojo sobre su cabeza y bajó con rapidez.

Si en su vida le hubiesen dicho que viviría en aquella mansión y que se convertiría en la esposa de un patricio, Irene jamás lo creería… Ahora, tenía una nueva oportunidad ante sus ojos. Sin embargo, le daba mucho miedo enfrentarse a Publius Caesar.

Irene entró a la mansión. La belleza del lugar se perdió de inmediato en cuanto ingresó. ¿Por qué de repente aquel lugar se sentía frío y aterrador? Las sobras se cernían sobre ella. Estaba segura de que se estaba asfixiando por dentro.

Estaba realmente abrumada, quería estar en cualquier lugar menos allí.

Irene respiró profundamente y se exaltó cuando notó que una criada de la mansión del gran tutor la sujetó del brazo y la arrastró hacia el interior. Trastabilló con el dobladillo de la falda, pero no cayó. Finalmente, llegó a la sala blanca, el lugar donde la familia del gran tutor esperaba por ella.

En realidad, la familia del hombre no era nada numerosa. En una esquina estaba la madre adoptiva, la noble Popea y por otro lado la señorita Elektra, hija natural y patricia de nacimiento.

Irene esperó con paciencia a que Publius Caesar hiciera presencia en el lugar. Esperó por mucho tiempo… una hora, dos horas… hasta que finalmente pasaron cinco horas. Empezó a impacientarse. ¿Qué hombre se tardaba tanto en llegar a su boda?

Irene trató de ver a través del velo escarlata, pero solo pudo vislumbrar figuras distorsionadas danzando a su alrededor.

De repente, sintió un estruendo. Las puertas del lugar se abrieron de par en par y por fin aquel aterrador hombre entró. Pero para sorpresa de Irene, este no entró solo. ¡Parecía que había al menos una docena de hombres!

Ella no logró comprender qué era lo que pasaba. Sin embargo, tras la algarabía de las personas reunidas allí, de quienes supuso que eran otros patricios, Irene intuyó que algo no iba bien. Sintió jadeos, alaridos y gemidos de dolor… ¿Qué carajos ocurría?

Irene sintió como toda la presión se acumulaba en sus hombros.

Sin preverlo, Irene fue abofeteada con brutalidad. Cayó de bruces sobre el suelo casi que inconsciente. Su mejilla se hinchó casi de inmediato. El circulo rojo que se instauró en su rostro junto con el hilillo de sangre que brotó de su boca le hizo marearse por unos breves instantes.

¿Publius Caesar la había golpeado?

El velo salió de su rostro y por fin pudo entender lo que sucedía. No, el gran tutor no la había golpeado.

Irene se aterrorizó. La boda se había convertido en una batalla entre barbaros, y lo peor de todo era que ella estaba en medio, permaneciendo en el centro del huracán, obligando a su cuerpo para que reaccionara.

Su cuerpo no respondió.

Se quedó paralizada ante el ataque de uno de los hombres. Cerró los ojos justo antes de que este le apuñalara el corazón con su afilada espada. Sin embargo, en vez de percibir el dolor punzante y agónico en su pecho, Irene sintió que una especie de líquido espeso y caliente se deslizaba por su rostro y pecho.

Cuando abrió los ojos, vio la clara figura de Publius Caesar en frente de ella. En ese momento, Irene murió y volvió a vivir por causa del pánico.

La mirada del gran tutor imperial era feroz, pero lo que en realidad la alarmaba era el cuerpo que previamente Publius Caesar había derribado justo en frente de ella.

El cuerpo nunca le reaccionó. Tiritaba, y no precisamente por causa del frío.

Irene pestañeó varias veces y respiró profundamente, consiguiendo con ello liberarse del pánico que la mantenía presa. Movió ligeramente los pies, pero simplemente no pudo resistir estar de pie y ver la sangre de los rebeldes derramada sobre el marmolejo de excelsa belleza… Todo era tan tétricamente extraño, sublime e inquietante.

La melodía de la muerte la perseguía donde quiera que fuese.

Cayó sobre el suelo, consiguiendo mancharse aún más.

El olor metálico de la sangre entró por sus fosas nasales, impidiéndole respirar con normalidad. Tenía náuseas y estaba bastante mareada… Se sentía miserable.

El susto no dejaba su corazón. ¿Cómo podía hacerlo cuando sabía que ella misma estaba engañando a Publius Caesar y que podía correr el mismo destino que el rebelde tirado sobre su propia sangre? Si él la descubría la iba a matar y cortar en trocitos… Iba a sufrir un peor destino que el hombre apuñalado en el suelo.

Irene se deslizó en el charco de sangre. Lloró de la impotencia al no poderse librar de aquella terrible sensación. Se encontraba nadando en un río rojo, gateando como un gatito ciego en medio de la avalancha nauseabunda.

Su esfuerzo finalmente se vio recompensado, pues Publius Caesar se compadeció de su desdicha y la levantó del suelo ensangrentado mientras la sostenía por la cintura. Ambos fueron bailarines de una danza purpúrea y sangrienta. Los dos bailaron la danza de la muerte sobre sangre impura.

Publius Caesar…

Irene sintió que los escalofríos recorrieron su espalda… ¿en qué momento había pensado que suplantar a la señorita Galiana era una buena idea? Estaba arrepentida. Moría del miedo, las piernas le temblaban con tanta frecuencia que le era imposible mantenerse en pie.

La luna blanca se había escondido bajo las nubosidades de aquella noche

oscura y fría.

Irene observó con detenimiento el rostro de Publius Caesar solo para darse cuenta de que aquel sujeto tenía una apariencia mucho más amenazante que en sus pesadillas… Era guapo, sí… Pero no podía dejar de pensar en su futuro desdichado cuando él se enterase de su engaño. Tragó en seco.

Él se separó de ella y continuó derribando a los otros rebeldes con la ayuda de los soldados que él mismo comandaba.

Quedando de pie, Irene pudo ver la magnitud de lo sucedido. Los invitados estaban amontonados en las esquinas, los arreglos nupciales estaban destruidos y manchados con sangre, ella misma; su rostro, su cabello tinturado de negro y su túnica blanca ahora estaban teñidos de sangre.

El día más importante de su vida… terminó convirtiéndose en un auténtico baño de sangre.

Publius Caesar era un hombre peligroso. Ella debía ser cautelosa para no fracasar en su arriesgado plan.

Irene se quedó sin aliento.

Publius Caesar… otra vez.

Le temblaban las piernas. Estaba muerta del miedo.

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