El lugar no era lo que Sofía había anticipado.
Cuando Ethan Blake la invitó a “hablar en privado”, había imaginado una sala de juntas de cristal, una oficina con vistas a Manhattan o, tal vez, un restaurante exclusivo, donde la etiqueta era esencial. No esperaba encontrarse en una cafetería discreta de Brooklyn, con luces cálidas, paredes de ladrillo expuesto y el aroma reconfortante a canela flotando en el aire.
Era sábado. Sofía había optado por unos vaqueros oscuros, un suéter de cuello alto y un maquillaje minimalista. Su cabello, recogido de manera despreocupada, revelaba que había dedicado más tiempo en elegir ese atuendo que en leer el contrato que la había traído hasta allí.
Él ya estaba en el local, sentado en una mesa apartada. Frente a él, una taza de café aún humeaba mientras sus ojos permanecían apartados del móvil. Vestía de manera casual, pero con su propio toque distintivo: camisa negra con los puños arremangados, pantalones perfectamente planchados. Aun en ese ambiente tan relajado, su presencia parecía desentonar, casi como si no perteneciera a ese lugar.
Cuando lo vio, se levantó con una ligera inclinación de cabeza.
—Señorita Herrera.
—Señor Blake. —respondió ella con una sonrisa contenida.
Él arqueó una ceja, notoriamente incomodado por la formalidad.
—¿Seguiremos con los apellidos o puedo pedirte que me llames Ethan?
Sofía se sentó frente a él, cruzando las piernas con una calma que no reflejaba para nada lo que sentía por dentro.
—Eso depende. ¿El contrato incluye cláusulas sobre los nombres?
Una sonrisa rápida, casi imperceptible, se dibujó en el rostro de Ethan, como una grieta breve en una fachada de mármol perfectamente esculpido.
—Tienes buen sentido del humor. Me gusta.
—Y tú eres un hombre que siempre busca un propósito detrás de todo. —respondió Sofía, con tono directo—. ¿Por qué este lugar?
—Es tranquilo. Y aquí no nos van a tomar fotos. —dijo, tomando un sorbo de su café con la misma serenidad de siempre—. Además, según mi nutricionista, la canela tiene algo terapéutico.
Sofía no pudo evitar una ligera risa. Intentó fruncir el ceño, pero la verdad es que el comentario la había desconcertado y divertido al mismo tiempo.
—Bien. Estoy aquí. ¿Qué necesitas aclarar?
Ethan, recostado en su silla, apoyó ambos antebrazos sobre la mesa. Los dedos entrelazados, su mirada fija en ella, profunda, directa.
—Antes de que firmes, quiero que entiendas algo: esto no es un juego para mí. Y nunca lo será cuando hay tanto dinero en juego. Soy un hombre de negocios que no se puede dar el lujo de perder un capital como el que está en juego aquí.
—No lo tomaré a la ligera. —respondió Sofía con firmeza.
—Perfecto. Entonces, hablemos de las condiciones. Habrá eventos públicos a los que asistirás como mi esposa. Tendremos una residencia compartida, aunque no espero que convivamos todo el tiempo. Si prefieres mantener tu espacio, está bien.
—¿Y en privado? —preguntó Sofía, sus ojos fijos en los de él.
Ethan la observó, como si estuviera midiendo cada palabra que podría decir. Su tono, siempre controlado, parecía hacer que todo se volviera un terreno delicado.
—En privado, tú decides hasta dónde llega esta relación. No habrá contacto físico si no lo deseas. Ninguna expectativa íntima, a menos que cambies de opinión.
Sofía sintió un escalofrío recorrerle la columna vertebral. Había algo en su tono, en la manera en que cerraba las puertas sin llave, que la mantenía alerta.
—¿Y si no cambio de opinión?
—Entonces seguiré siendo el caballero que parezco ser. —respondió, una sombra de ironía en su voz.
—¿"Parezco"? —preguntó ella, con un toque de desafío en sus palabras. —Además, pensé por un momento en que el tema de la intimidad no iba a estar involucrado en algo así.
Ethan inclinó la cabeza ligeramente, como si se divirtiera con su interrogante.
—Nadie llega tan lejos sin ensuciarse las manos. Referente a la intimidad, pues te digo que soy un hombre como muchos otros y tengo necesidades. Además, tú no eres una máquina si no una mujer y estoy casi seguro que también tienes tus deseos y necesidades.
Sofía inhaló profundamente, buscando un equilibrio entre mantener la compostura y no ceder ante el control que él ejercía sobre la conversación. Abrió su bolso y sacó el sobre con el contrato, dejándolo sobre la mesa sin tocarlo.
—Leí todo. Es claro, legal, incluso justo… pero quiero añadir dos cláusulas.
—Te escucho.
—Primero: libertad de opinión. No pretendo estar de acuerdo con todo lo que digas o hagas. Si lo que buscas es una esposa perfecta, búscala en otro lado.
—Aceptado. ¿Y la segunda?
—Si alguno de los dos se enamora, el contrato se termina.
Ethan la miró largo y tendido, su mirada profunda, como si estuviera evaluando algo que ella misma no había dicho en voz alta. No hubo prisa en su respuesta, pero finalmente asintió.
—Interesante elección.
—¿La aceptas?
—Acepto.
Sofía extendió la mano con decisión.
—Entonces, Ethan, parece que tenemos un trato.
Cuando él tomó su mano, Sofía sintió una tensión inesperada, una calidez que no solo provenía del contacto físico, sino también de la conciencia de lo que ese gesto representaba. No fue un apretón formal. Fue algo más denso, más consciente. Como si ambos supieran que, cuando llegara el momento de firmar, no solo estarían sellando un contrato, sino un pacto mucho más peligroso…