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El salón principal de la mansión Volkov estaba en penumbra. Las sombras alargadas de la noche parecían arrastrarse por las paredes como susurros de un pasado que nunca se fue. Isabella caminaba de un lado a otro, descalza, con una bata de seda negra que se movía tras ella como un velo fúnebre.

Sus ojos, desorbitados, estaban fijos en una idea, una sola: la pérdida. Tatiana. Su Tatiana. La niña que crio como una joya de porcelana. Y que se atrevió a amar sin su bendición. Y por eso… por eso ya no estaba.

—No otra vez —musitó, con la voz temblorosa—. No lo voy a permitir otra vez.

Un cuadro familiar colgaba torcido en la pared. Lo arrancó con rabia y lo dejó caer. El cristal estalló en el suelo, como su propia cordura.

—¡Señora! —llamó uno de los sirvientes, entrando a la estancia. Pero al verla, dio un paso atrás—. ¿Está… todo bien?

Ella se giró lentamente, con la mirada perdida y el rostro pálido como una estatua.

—Díganles a los guardias… que encierren a Anya en su habitación. Que nad
Glenmarts

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