Naia
El hospital se sentía diferente esta noche. El olor a desinfectante era más punzante, el brillo de las luces fluorescentes más agresivo, y el silencio de los pasillos parecía pesar toneladas sobre mis hombros.
Katia caminaba a mi lado con paso firme, pero yo sentía que mis pies apenas tocaban el suelo; era como si estuviera flotando en una pesadilla de la que no podía despertar.
Llegamos al área de oncología y, en la recepción, el doctor Miller ya nos estaba esperando tenía una carpeta entre las manos y una expresión que me hizo querer darme la vuelta y huir no quería escuchar lo que sus labios estaban a punto de decir.
—Doctor Miller —dije, extendiendo mi mano con un temblor que no pude ocultar—. Soy Naia dígame qué sucede, por favor.
Él estrechó mi mano con suavidad, una calidez profesional que no logró calmarme nos guio hacia un rincón un poco más privado del pasillo.
—Naia, seré directo porque no tenemos tiempo para adornar la realidad —comenzó el doctor, bajando la voz