Eran poco más de las diez de la mañana de un frío 3 de enero y estaba, de hecho, contenta de hallarme en el trabajo.
Yo, ¿contenta? ¿ Quien lo diría?
Eliza hablaba efusivamente sobre  un sujeto que había conocido en una fiesta de Fin de Año en Los Ángeles, un «compositor de canciones con muchísimo  futuro», que había prometido ir a verla a Nueva York en las siguientes dos semanas.
Yo charlaba con un asistente de belleza que se sentaba al final del pasillo, un chico encantador que acababa de diplomarse por Vassar y cuyos padres todavía no sabían —pese a la carrera  que había elegido y pese a ser ayudante de belleza de una revista de moda— que prefería tener relaciones con hombres.
—Por favor, ven conmigo, te prometo que será muy divertido. Te presentaré gente  buena, Yessica. Tengo algunos amigos hetero impresionantes. Además, es la  fiesta de Marshall, seguro que será genial —canturreó James, inclinado sobre mi mesa mientras yo consultaba mi correo electrónico.
Eliza seguía describien