El reloj parecía marcar cada segundo con una pesadez palpable. Emma había pedido tiempo, y Sebastián, como había prometido, le dio el espacio que necesitaba, aunque no fuera fácil para él. Los días pasaron y, con cada uno, Emma trataba de centrarse en su trabajo, tratando de hacer caso omiso a la creciente sensación de inquietud en su pecho. Aunque se mantenía firme, la imagen de Sebastián seguía apareciendo en su mente, persistente y enigmática, como una sombra que no podía despejar.
Cada vez que él pasaba por su escritorio, no era como antes. Ya no había bromas, ni miradas cómplices, ni insinuaciones. Él mantenía la distancia que Emma había solicitado, pero, de alguna manera, eso solo la hacía sentir más incómoda. Algo había cambiado en él. Su presencia ya no era solo una amenaza a su control emocional, sino también un recordatorio de la lucha interna que vivía, esa guerra entre el deseo de confiar y la necesidad de proteger su corazón.
Emma sabía que debía tomar una decisión, pero