Dos semanas. Catorce días enteros dedicados a esta farsa absurda. Había alquilado una oficina mugrienta en el edificio de enfrente solo para vigilar la entrada de la maldita librería. Mi escritorio, lleno de informes de fusiones multimillonarias, compartía espacio con unos folletos baratos. La ironía era grotesca. Mientras mis socios creían que estaba en Asia cerrando un trato, yo estaba aquí, escondido como un acosador, esperando la llegada de una mujer que parecía haberse evaporado.
¿La había ahuyentado? ¿Mi personaje de estudiante pobre y trabajador le había resultado tan patético que decidió cambiar de librería? La idea me carcomía por dentro. No por el plan fallido, sino por el golpe a mi orgullo. Había invertido tiempo y esfuerzo en construir una conexión, por mínima que fuera, y ella la había roto sin siquiera saberlo. La rabia hervía en mis venas. Quizás me había equivocado. Tal vez el acercamiento sutil era inútil con alguien de su mundo. Lo mejor sería abandonar esta pantom