••Narra Frederick••
El motor del vehículos aún rugía en mis oídos, una extensión del fuego que ardía en mis venas. Manejé con una mano, con la otra marqué el número de Arturo con movimientos precisos.
—¿Jefe? —contestó al primer tono, su voz tensa.
—Hubo un inconveniente —espeté, sin preámbulos—. Una camioneta nos embistió en la autopista. Intentaron llevarnos fuera de la carretera.
El silencio al otro lado fue eléctrico. Luego estalló.
—¡Mierda, Frederick! ¿En serio? ¡Eso no hubiera pasado si no hubieran salido sin escolta! ¡Para eso me tiene, maldita sea! ¡Tú y Charlotte podrían estar…!
—¿Tú eres el jefe o soy yo, Arturo? —corté, mi voz un látigo de hielo que silenció su diatriba al instante.
Él respiró hondo, y pude casi ver cómo recomponía su profesionalismo a la fuerza.
—Usted, señor. Pero mi trabajo es mantenerlo a salvo, incluso de usted mismo.
Sus palabras fueron divertidas y muy acertadas, a mi parecer.
—Pues entonces mueve tu culo y ve al hospital ahora mismo —ordené, giran