El impacto resonó como un disparo en la carretera, sacudiendo el vehículo con una violencia que hizo crujir la carrocería. Charlotte gritó, un sonido agudo de terror que me cortó como un cuchillo.
—¡Agárrate! —Le ordené, mis manos apretando el volante con fuerza blanquecina mientras luchaba por mantener el control del vehículo.
El retrovisor mostraba la camioneta negra, un monstruo sin placas que ya se preparaba para otro embestida. No había duda: era un ataque deliberado.
—¡Frederick! —gritó Charlotte, llevándose instintivamente las manos a su vientre.
Ese gesto, ese instinto natural de proteger a nuestro hijo, encendió algo en mí. Una furia fría y calculadora que anuló todo menos el impulso de mantenerlos a salvo.
—Cúbrete la cabeza —gruñí, pisando el acelerador a fondo.
Mi auto respondió con un rugido leal, lanzándose hacia adelante. Charlotte se enterró en el asiento, jadeando, mientras yo esquivaba un camión de carga, cambiando de carril con una brusquedad que hizo chirriar los n