Los latidos de mi corazón eran tambores de guerra en mis oídos. Frederick estaba ahí, inmóvil como una estatua, sus manos firmes alrededor de mis brazos siendo el único punto de ancla en un universo que giraba fuera de control.
Sentía que el mundo se había detenido con su llegada, pero al mismo tiempo, todo daba vueltas.
Sus ojos, esos ojos azules que conocía tan bien, que podían ser fríos como el hielo o ardientes como el fuego, ahora me escudriñaban con una intensidad que me traspasaba. Podía notar como recorría cada detalle: el vestido empapado, las marcas rojas y violáceas que comenzaban a florecer alrededor de mi cuello, el pánico incontestable que debía brillar en mi mirada, y el disco duro que yo apretaba contra mi pecho como un talismán, mis nudillos blancos de la fuerza con que lo sujetaba.
El labio inferior me temblaba y ya no pude resistirlo más. Ya no podía seguir conteniéndolo.
—¡Mi padre es inocente! —grité, y mi voz sonó ronca, destrozada por la presión que aún sentía