El silencio de la habitación era cálido, acogedor, como una manta pesada sobre mis hombros. Ya no lloraba, pero las lágrimas habían dejado su rastro salado en mis mejillas, y mis párpados pesaban como plomo. Los brazos de Frederick seguían alrededor de mí, su respiración constante contra mi espalda, un recordatorio de que, por ahora, estaba a salvo.
Aún con los ojos cerrados, respiré hondo. El olor a menta y colonia de su piel me envolvía, familiar y reconfortante. Demasiado reconfortante. Tal vez por eso, cuando sus dedos trazaron círculos lentos en mi hombro, las palabras salieron solas.
—Tengo miedo —susurré, tan bajo que casi no se escuchó.
Frederick no respondió de inmediato. Su mano se detuvo un instante, luego continuó su camino por mi brazo, como si estuviera midiendo su reacción.
—¿De qué? —preguntó al fin, su voz ronca pero cuidadosa, como si temiera asustarme.
Mis dedos se aferraron a la sábana y respiré profundo.
—De morir durante la cesárea. Como mi mamá.
El aire entre n