Las cartas ardían en el cajón de mi mesita de noche. Cada vez que Frederick entraba en la habitación, mi pulso se aceleraba, temiendo que su mirada de halcón detectara la anomalía. Actuar con normalidad se convirtió en una actuación agotadora. Sonreía cuando él me traía té, asentía cuando comentaba los negocios del día, fingía interés en los menús de la cena. Pero dentro, mi mente era un campo de batalla.
Una cosa era que Frederick me permitiera quedarme con las cartas de mi padre, otra muy distinta que leyera el contenido. Él creía firmemente en la culpabilidad de mi padre, si yo le mostraba las cartas donde declaraba su presunta inocencia, las quemaría en el acto.
Su odio era muy fuerte.
¿Y si voy a verlo?
La voz de la hija herida gritaba: ¡Es un mentiroso manipulador! ¡No caigas!
Pero la voz de la niña que lo amaba susurraba: ¿Y si es inocente? ¿Si lo abandonaste cuando más te necesitaba?
Los días pasaron y nada se había resuelto. Ni lo de Ana, ni el asesino a sueldo y mucho men