Llevaba un traje impecable que resaltaba su figura atlética y, a pesar de las gafas de sol, Efraín lo reconoció al instante: era Rubén, ese individuo que consideraba su igual. Pero lo más importante era la mujer a su lado. Era la misma que había visto hacía apenas unas horas, abatida y rota de dolor: Diana. Ahora, sin embargo, no quedaba ni rastro de su estado anterior. Iba perfectamente maquillada y enfundada en un elegante vestido negro ajustado que la hacía ver sofisticada y deslumbrante.
Claudia también se dio cuenta de que Efraín miraba fijamente hacia atrás y se giró para ver. Reconocía a Diana, pues Efraín se la había mencionado antes e incluso se habían visto una vez, aunque nunca llegaron a tratarse. Al hombre que la acompañaba, en cambio, era imposible no conocerlo; en esa ciudad, solo quienes no leían periódicos ni veían la televisión podían ignorar quién era Rubén Alarcón.
Efraín no respondió. Se quedó observando a la pareja que se sentaba junto a la ventana mientras un to